José María Cabeza

La medida del Alcázar

  • Su vida es el Real Alcázar, donde ejerció de conservador durante casi veinte años. Es un sevillano medido, observador y siempre vestido con corrección a la antigua usanza. Sólo se relaja cuando toca hablar del Betis

José María Cabeza

José María Cabeza / Rosell (Sevilla)

UNO no es que no se imagine a ciertas personas en bañador, sino que directamente jamás las concibe sin chaqueta y corbata. Hay quienes salen de casa vestidos a diario como si fueran a una boda, siempre dispuestos por si a usted le hace falta un testigo de urgencia en la iglesia, el juzgado, el Ayuntamiento o la notaría, que a este paso la gente se acabará casando en los kioskos de prensa, las marquesinas de los autobuses o debajo mismo del Arco del Postigo.

José María Cabeza (Sevilla, 1949) sigue siendo para muchos el director-conservador del Real Alcázar, donde trabajó nada menos que dieciocho años, igual que a los ex presidentes del Gobierno y a los ex alcaldes se le sigue refiriendo por el cargo. “Por ahí va Cabeza, el del Alcázar”. “Allí está Soledad, la alcaldesa, con uno de sus nietos”. “Alfredo, el alcalde, acaba de pasar por delante de Trifón con sombrero y gafas de sol, se cree que no lo reconocemos”. Y nadie dice lo de ex alcalde o ex conservador tal es en el imaginario colectivo la vinculación de una persona con el ejercicio de una función.

Cabeza es aparejador, hermoso vocablo que fue perdiendo terreno frente al de arquitecto técnico, una denominación carente de alma. Cuentan algunos sevillanos exagerados que este profesional nació ya trajeado, encorbatado y con un tratamiento exquisito con todos sus interlocutores. Envejece poco, se cuida mucho. Hay quien asegura que pesa lo mismo que cuando acabó los estudios universitarios.

Una de sus grandes virtudes es la constancia. Hombre de estilo uniforme, algo rígido, con una personalidad clara y definida, sin altibajos, al que es muy difícil verle enojado. Nunca grita. Nunca habla el primero en una reunión. Y si puede, no interviene y y prefiere situarse un paso por detrás del considerado protagonista. En casi dos décadas al frente del Alcázar ha tratado a los Reyes de España con frecuencia y no le oirán nunca ninguna historieta. Educado, con un punto enigmático, nunca busca la fotografía ni la notoriedad, ni tampoco las rehuye. Se deja reconocer, pero no lo verán pegando un codazo para ganarse el reconocimiento.

Se da cuenta de todo porque , al contrario que el sevillano tipo, habla poco y observa mucho. Muchísimo. Cabeza se crió en el barrio de Los Remedios. Es el segundo de tres hermanos varones. Curiosamente fue muy pronto vecino de un sacerdote fundamental en su trayectoria particular y en la de la Catedral en general, Francisco Navarro, delegado ejecutivo que fue del templo metropolitano, donde implantó un modelo de gestión que sigue permitiendo hoy su autofinanciación.

Cabeza es medido. Un ejemplo de autocontrol personal. Nunca es hiriente. El único momento en que se relaja es al hablar del Betis. Su currículum es envidiable: ganó una plaza de funcionario municipal en 1979, trabajó en primera línea en la Catedral como aparejador de fábrica, ha sido conservador del palacio real en uso más antiguo de Europa, tiene un puesto como profesor de la Universidad, ha sido premio nacional de Restauración, etcétera. Pero se le atribuye una confesión, una carencia, un sueño incumplido: “Lo que me hubiera gustado es ser presidente del Betis”.

Cabeza no quiso vivir nunca en el Alcázar, pese a tener la posibilidad de hacerlo como conservador, tal como había hecho Rafael Manzano en su día. Se quitó de en medio el compromiso alegando que residiendo en el Alcázar a dónde mandaría a su hija a comprar una cerveza para ver el partido de fútbol. En el fondo, Cabeza se diferenció de Manzano desde el principio. Y conste que Cabeza admira a un gigante de la arquitectura como es don Rafael.

Este aparejador, serio en el mejor sentido, tiene una gran capacidad de caerle bien a la gente sin tener que contar chistes ni ejercer de sevillano saleroso. Su inicio profesional está marcado por su pertenencia a un estudio con sede en la calle Jesús del Gran Poder. Estaba formado por cinco jóvenes atrevidos, como correspondía a esas edades: los arquitectos Pedro Rodríguez y Alfonso Jiménez eran los socios capitalistas; María Luisa Marín, también arquitecta, y José María Cabeza, aparejador; y Antonio Rodríguez Curquejo, el delineante. Cabeza además hacía las funciones de contable, una parcela donde siempre ha sido considerado muy eficaz y riguroso. Siempre se ha llevado bien con los contratistas, a los que calmaba con su temple característico, y siempre ha hecho que se cumplieran escrupulosamente los presupuestos. Aquellos jóvenes bohemios se ofrecieron en 1979 a arreglar una azucena de la Giralda. En la Delegación de Cultura les dieron vía libre. Eran otros tiempos. Cabeza ya conocía de antes al canónigo Paco Navarro. Tras el hundimiento de la Colombina entraron de lleno a trabajar en la Catedral. De hecho, Alfonso Jiménez se convirtió en el maestro mayor del templo de 1987 a 2014.

Las incompatibilidades con la plaza de aparejador municipal obligaron a Cabeza a ejercer únicamente de administrador del estudio. Como conservador del Alcázar nunca se metió en aventuras arquitectónicas. Apostó muchísimo por todo lo relacionado con la Arqueología. El Alcázar es hoy un edificio muy bien conocido en buena parte por el impulso que Cabeza le dio a Miguel Ángel Tabales como arqueólogo y a Antonio Almagro como arquitecto investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIS). Con Manzano se había abundado mucho en un Alcázar de leyenda, literario, con apuestas por unas perspectivas que convertían el edificio en una fantasía y generaba una gran atracción. Cabeza aprovechó el filón que restaba: nada menos que ahondar en el conocimiento científico.

Al Alcázar le dedicó mucho más que tiempo. Pura pasión. Quizás sea el profesional que mejor conoce el edificio tras haber sido el que más ha promovido publicaciones científicas de todo tipo sobre el monumento.

La vida es...

La vida son recuerdos de un padre que no se olvida, de las aulas de los Escolapios, de historias personales de superación de baches que a otros hubieran hecho quizás, cuando menos, perder la sonrisa, pero si acaso han generado simplemente el endurecimiento propio de quien se ha esforzado en superar ciertos avatares. La vida es una madre de Carmona que tenía un comercio familiar nada menos que en la Puerta de Sevilla. Cabeza ama un pueblo del que, además, es hijo adoptivo. La vida son tertulias con amigos como Jaime Raynaud, Alfonso Sedeño y el fisioterapeuta Miguel Villafaina. Es ser un usuario fiel de la bicicleta en sus desplazamientos por la ciudad. Es apostar por una casa ultramoderna en Carmona, muy próxima a la Puerta de Sevilla, un inmueble que levantó sin concesiones precisamente a las molduras.

Dicen que con Cabeza nunca llega la sangre al río. Ni siquiera cuando le toca negociar con Joaquín Pérez, el contratista de la Catedral con el que tiene muy buena relación.

Cabeza no dirá nunca nada que no tenga que decir. Siempre ejerce de discreto observador al que en tiempos acompañaba el misterio del halo de una bocanada de cigarro, un vicio que abandonó por completo. Ahora es académico. Pero sigue siendo un paseante de la ciudad, ora en bici, ora a pie, que siempre lucirá como mejor título posible el de José María Cabeza, el del Alcázar. Y siempre perfectamente vestido. Como para ir a una boda si fuera preciso.

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