Literatura y pensamiento

La filosofía como universal antropológico

  • Afirmar o negar la universalidad de la filosofía es casi una cuestión de optimismo.

VÍCTOR GÓMEZ PIN

Catedrático de Filosofía

Universidad Autónoma de Barcelona

En la semana que precedía los juegos olímpicos de Pekín tuvo lugar en Seúl el Congreso Mundial de Filosofía, organizado por la Federación Internacional de Sociedades Filosóficas y la Korean Philosophical Association. Nunca este evento habían hasta ahora tenido lugar en Asia. Dado que, exactamente un año atrás, Pekín había sido la sede del Congreso Internacional de Filosofía de la Ciencia, cabe preguntarse por las razones de este interés por la filosofía en dos países asiáticos importantísimos. La repercusión del congreso en Seúl fue muy grande, constituyendo quizás el acontecimiento cultural del momento, en una ciudad dotada de magníficas galerías de vanguardia y que en esa misma semana ofrecía muestras de primera magnitud internacional. En cualquier caso de trata de un claro indicio de la universalidad de la filosofía, que no dejará de sorprender a los que han pretendido reducirla a una suerte de corolario de la cultura y la civilización griegas.

La cuestión de su universalidad es obsesiva para muchas disciplinas. Así los musicólogos no se desaniman a la hora de afirmar el peso antropológico de la música por el hecho de que ciertas personas no puedan ser receptivas a manifestaciones de lo musical a las que se ha atribuido abusivamente la exclusividad. La reflexión musical contemporánea busca una respuesta ampliando el espectro de lo musical y ahondando en sus estructuras elementales a fin de encontrar los rasgos invariantes. Pues bien, una tarea análoga queda abierta en el ámbito filosófico tras acontecimientos como los evocados de Seúl y de Pekín.

La filosofía tiene el emblema en la frase con la que Aristóteles abre su Metafísica afirmando que se da en todos los hombres una exigencia de conocimiento. Que Aristóteles tenga o no razón, que quepa o no atribuir a la naturaleza humana como tal una predisposición a la lucidez, se convierte entonces en una cuestión central que concierne, entre otras cosas, a la educación. Precisamente la edición del congreso de referencia celebrada en el año 2000 en Boston respondía al título de La Filosofía educadora de la Humanidad. Educar a la humanidad a través de la filosofía equivaldría a posibilitar que se actualizara en cada uno de nosotros el conjunto de potencialidades que nos caracterizan como seres de razón; equivaldría simplemente a ayudarnos a realizar nuestra humanidad (la educación ha de fertilizar un órgano, no puede sustituirse a él, señalaba ya Platón).

Afirmar o negar la universalidad de la filosofía es casi una cuestión de optimismo o pesimismo antropológico, de confianza en una común disposición de los seres de razón, disposición que sería consecuencia de la riqueza esencial del lenguaje, más allá de las diferencias contingentes que separan pueblos, culturas y civilizaciones. Incluso más allá de la diferencia entre adultos y niños. Ello sin duda exige que por disposición filosófica entendamos una actitud elemental del espíritu que, entre otras cosas, se ponen también de manifiesto en la exigencia de inteligibilidad científica.

Señalaba antes que algunos sostienen que la filosofía sería exclusivo fruto de la cultura griega, de tal forma que las formas análogas vinculadas a otras civilizaciones serían respetables modalidades de espiritualidad, que en realidad poco tendrían que ver con la filosofía. La divergencia parece viciada por un equívoco respecto a lo que hay que entender por el término mismo filosofía. Es difícil imaginar sociedad alguna en la que el hombre no se interrogue por el hombre, es decir, en la que no haya alguna forma de antropología filosófica; una sociedad en la cual los hombres no contemplen los límites de su entorno, preguntándose qué hay más allá; una sociedad en la cual los hombres no se pregunten si la aparente finitud se trasciende, introduciendo así el problema del límite y del infinito… Y ello vale quizás para todas y cada una de las interrogaciones que han alimentado la historia de la filosofía. Imaginar una comunidad humana sin una suerte de trasfondo filosófico equivaldría casi a imaginarla sin cultura ni conocimiento, quizás sin técnica.

La verdadera causa de la ausencia de universalidad de la filosofía no puede ser sino de orden social. Aristóteles indicaba que la libertad era la condición de posibilidad de la práctica de la filosofía. Mas entonces, en ausencia de libertad, la filosofía se constituye en permanente reivindicación de esa misma libertad. Para la inmensa mayoría de los humanos, la lucha por la subsistencia ocupa la integridad de sus jornadas. Y aun ateniéndose a los privilegiados ámbitos en los que esta esclavitud inmediata queda atrás, perdura la imposibilidad de vivir en condiciones, no ya de ornato y confort, sino de salubridad, es decir, imposibilidad de vivir con decencia. En esta perspectiva, replantearse hoy el problema de la filosofía pasa por describir (¡y denunciar¡) las condiciones sociales que hacen que para la inmensa mayoría de la población decir que la filosofía les concierne suena meramente a sarcasmo. El asunto es tan claro como esto: la única posibilidad de que la filosofía deje de ser una práctica reducida a una élite intelectual es que previamente se establezcan las bases sociales para ello. Lo que precede implica que la filosofía es intrínsicamente militante, llama a la denuncia del orden social no legítimo, y ello como mero corolario de reivindicarse a sí misma.

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