Pasión y vitalidad sin pautas

Alfredo Rodríguez Trío | crítica

El trío de Alfredo Rodríguez ofreció anoche un magnífico concierto, dentro del ciclo de Noches Icónicas del Hotel Colón, en el que llevó con su piano la música de raíces cubanas y el jazz a alturas inimaginables

Alfredo Rodríguez Trío / Luis Rivera

El concierto que anoche ofreció el trío de Alfredo Rodríguez, como parte de las Noches Icónicas del Hotel Colón, resultó una maravilla desde el principio hasta el final. El alma de Cuba se apoderó durante ochenta minutos de la biblioteca del hotel y calentó la fría tarde sevillana como si fuese una noche de verano. Fue fascinante observarle en sus improvisaciones, cantando ocasionalmente algunos compases o saltando de extremo a extremo del piano con una sola mano; parecía como si tocase simultáneamente todas las teclas en un caos ordenado; un caos del que surgía siempre una música natural y pura.

Comenzó el concierto con la pieza a la que el pianista llamó El despertar, unas largas variaciones sobre el Dawn que abría su disco The little dream, de hace cinco años, iniciadas por él solo, con el piano y la voz, para minutos después dar paso a una sección rítmica lista y dispuesta a ir a donde sugiriese el líder. Yarel Hernández en el bajo eléctrico y Michael Olivera en la batería capturaron toda la magia de la música de una forma absolutamente sintonizada a la visión y el arte de Rodríguez, que fue más allá de todo lo que pudiésemos esperar con sus armonías, interpretadas con todo su cuerpo; llegó un momento en que le sobró el micrófono, apartado de un empujón con la mano, le sobraba la banqueta, en equilibrio inestable, de pie. Por imposible que pareciese, el maestro había entablado una conversación con su piano fiándose de sí mismo para tocar la nota siguiente sin saber cuál debería ser; existe una palabra para eso, una variante de la ciencia del comportamiento humano, llamada improvisación. Los humanos tienen la habilidad de improvisar, de romper el patrón y crear y volver a crear de forma instantánea uno nuevo sin un plano y sin un resultado conocido. Y anoche Rodríguez llevó esta habilidad a alturas inverosímiles. Escuchar la claridad de los tríos de jazz de Kenny Werner y Bill Evans surgiendo de un bolero como Bésame mucho o los armónicos de Debussy de la mano derecha del pianista mientras contaban la historia de la diosa del mar en Yemayá, fue una experiencia musical increíblemente satisfactoria.

El clásico de Consuelo Velázquez fue la pieza que siguió, una melodía de bolero muy reconocible a la que le fue metiendo intensidad rítmica de una manera tal que al bajo y la batería les costaba trabajo dejar anclada a su base jazzística. Alfredo Rodríguez había dramatizado los motivos más simples de Bésame mucho hacía un free jazz salvaje de una forma en la que gracias a la cercanía con los músicos que propiciaba el recinto, podía ver perfectamente como marcaba el ritmo con sus pies sobre el suelo más velozmente de lo que lo hacía Olivera sobre el pedal del bombo. Era increíble como tejía gritos en el aire sobre la diáfana melodía principal, cómo la llenaba de acordes desbordantes de sugerencias sonoras. Su piano le dio alas al bolero llevándolo a terrenos donde habitan el jazz, el funk, cualquier ritmo que tenga pasión y vitalidad. Sin tener nada pautado, a Rodríguez solo le guiaba el corazón y cuando movía sus manos sobre las teclas el genio de la música configuraba la pieza, que podría determinar un caos, como mencioné antes, en una construcción que presentaba hermosos ángulos por cualquier lado que se nos mostrase.

Alfredo Rodríguez / Luis Rivera

Llevábamos casi media hora de concierto solo con dos piezas. Quedaba media docena más de ellas, aunque eso todavía no lo sabíamos; lo más notable es cómo todo el repertorio se desarrolló en un todo integral y coherente, en lugar de una serie de piezas que se detenían y comenzaban; piezas de música latina, con algunas canciones que el pianista mamó desde pequeño, otras originales, enraizadas en la música afro cubana, como lo era la siguiente, Yemayá, la diosa de los mares. La música la describió a la perfección, con momentos fuertes y calmados, como lo está el propio océano, basculando entre momentos con el piano intimista, como el suave oleaje de las orillas de la playa, y el piano desbocado, como ese otro oleaje de mar adentro que se traga barcos enteros. Fueron maravillosos los momentos en los que se movió en la sencillez del minimalismo que recordaba a un Philip Glass, pero melodioso, más en la línea de Wim Mertens.

No nos salió muy bien el intento de cantar con ellos la melodía del tema siguiente, pronto abandonado para seguirlos un poco mejor en Ay mamá Inés, sobre todo en los momentos en que se entabló una comunicación musical de llamada y respuesta entre nuestras voces y el bajo de Yarel Hernández, protagonista esta vez como en otras ocasiones varias del concierto en los que abrió paréntesis profundos y bruscos en la colorida música de Alfredo Rodríguez, que aquí también derrochó imaginación para llevar esta canción, enraizada en el acervo popular, hacia terrenos del cha cha chá, de la samba. Bloom marcó un momento de reposo con la lentitud del piano inicial, pero no duró mucho; Rodríguez de nuevo flexibilizó los tempos y aplicó el rubato de manera rica y exuberante, pero la columna vertebral rítmica, como en todas las demás piezas, permanecía intacta para que el impulso retórico del maestro nunca se perdiera en los detalles.

Fue entonces cuando Alfredo Rodríguez nos habló un poco de él mismo. Ya sabía que el pianista nació en La Habana en 1985, hijo de Alfredito Rodríguez, famoso por sus canciones románticas y de la presentadora de televisión Mayra Salicio, y que tras asistir a tres escuelas diferentes de música y recibir varios galardones en concursos de jóvenes músicos de jazz, uno de esos premios fue acudir, formando parte del grupo de doce pianistas invitados, al Festival de Jazz de Montreux en 2006. Fue durante este festival cuando los caminos de Rodríguez y Quincy Jones se cruzaron. Anoche nos contó el maestro cómo ha tenido la oportunidad de compartir sus discos con Jones, que ha sido el productor de los cinco que ha grabado durante los más de quince años que lleva trabajando con él y cómo este le exhortó hace tiempo a que hiciera arreglos a la que es quizás la pieza más conocida de todas las que ha producido, el Thriller de Michael Jackson. El pianista le hizo caso y anoche tuvimos ocasión de comprobar el resultado, en una divertida versión, entre sevillana y cubana.

Lleno en la biblioteca del Hotel Colón / Luis Rivera

Sevilla y Cuba se dieron de nuevo la mano, apretadas fuertemente, con la canción elegida para el bis final, El manisero. Aunque no era creación suya, fue Antonio Machín quien la popularizó entre nosotros y nadie desconoce que eligió quedarse en nuestra ciudad eternamente. Rodríguez la comenzó con una mano sobre las teclas y la otra dentro de la caja del piano de cola, rasgueando las cuerdas directamente con los dedos y agregando así nuevos timbres tonalmente variados a sus paletas melódicas y rítmicas. Desde ahí, una vez sentado de nuevo en su forma más canónica, todo fue ascendiendo hacia un clímax que se alcanzó, tras atravesar el puente de algunas estrofas de Guantanamera, con un frenesí de arpegios en los que se reconocían aquí y allá notas de la canción original del maní. Una improvisación final que fue una escalada libre y fértil que nunca tenía escalas repetidas y nos hizo hervir la sangre. El final fue prácticamente inaudible, tapado por los aplausos de todo el público puesto en pie.

Puede que durante todo el concierto Alfredo Rodríguez mantuviese la voluntad de permanecer agarrado a las melodías de las canciones que interpretaba, a respetar sus códigos, sus estructuras, mantenidas siempre perfectamente por el ritmo de la batería, pero en todo momento se movió sobre ellas de una forma muy libre, creando pasajes y recursos que las deformaban haciendo que no se percibiesen como tales, sino sirviéndose de las bases para poner otros múltiples sonidos, sin que la melodía cobrase protagonismo, sino que más bien fuese la excusa o el soporte sobre el que variar constantemente la música, alcanzando toda la gama del potencial expresivo del piano. Con ello ofreció pasajes extensos que extendieron de manera muy convincente los límites de la improvisación jazzística hacia territorios asociados con la música clásica contemporánea. Y lo hizo, además, mientras permanecía íntimamente en contacto con la propulsión rítmica esencial del jazz.

Alfredo Rodrígez Trío / Luis Rivera

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