Cultura

Hijos del limbo

Nacidos en los últimos años 30 o en los primeros 40, compositores como Gavin Bryars, Philip Glass o Michael Nyman, por citar sólo algunos de los más conocidos, se situaron ya a final de la década de los 60 en un curioso limbo, denostado con saña por el sector integrista del ambiente académico cuando no olímpicamente ignorado. Su pecado capital, parece ser, era recuperar la tonalidad en un escenario que la suponía superada, el de una hipotética vanguardia demasiado ocupada en mirarse el ombligo como para darse cuenta de su aislamiento, alcanzado, finalmente, tras lograr la plena perfección en su práctica onanista.

Fue en los 80, sin embargo, cuando esos compositores obtuvieron mayor repercusión. La posmodernidad desdibujaba entonces la linde entre altura cultura y cultura de masas provocando situaciones tan entretenidas como la de ver a muchos músicos pop adelantando en talento, imaginación y riesgo a los presumibles titulares de la avant garde. Hijos prácticos de aquella posmodernidad, sus experimentos conectaban. No estaban solos; Bryars, Glass y Nyman, tampoco.

El músico islandés Jóhann Jóhannsson, nacido en 1969, es en buena medida hijo de aquella situación. Hombre de demostrada versatilidad -basta escuchar los discos grabados junto al Apparat Organ Quartet para comprobarlo-, pone no obstante su acento más personal en las composiciones de corte camerístico y trasfondo electrónico registradas en un puñado de discos de indudable belleza. De uno de ellos, Englabörn, publicado originalmente en 2002 y reeditado el pasado 2007 por 4AD, extrajo el repertorio que el sábado pudimos escuchar en el Espacio Iniciarte, ámbito idóneo, sí, para una música de estas características, pero no en las condiciones en que el público volvió a encontrarlo: sin asientos, a no ser el del suelo de frío mármol, y con el aleatorio taconeo de algunas de las presentes incordiando una escucha que precisa atención.

Atento, no obstante, a lo que ocurría sobre el escenario, el público conectó y, pasada la timidez inicial -tres piezas sonaron sin que rompiera el aplauso-, la colorista percusión de Sálfræthingur contribuyó a relajar el ambiente y predispuso a la audiencia a disfrutar, ya sin el peso de la solemnidad, de la oferta de Jóhannsson.

El interés de ésta es evidente, tanto como sus deudas, pues el uso de las cuerdas bebe directamente de los compositores antes mencionados. Ni siquiera los pads atmosféricos o ruidistas -los últimos literalmente se comieron al cuarteto en más de una ocasión- resultan novedosos. Estaban hace ya muchos, muchos años en The Sinking of The Titanic y se han usado desde entonces en incontables ocasiones. Ni siquiera la utilización de voces vocorizadas en este contexto -en la preciosa Odi et Amo, por ejemplo- puede señalarse como especialmente original. Queda, en cualquier caso, la belleza antes señalada, la profunda melancolía de una música hermosa y, abstraído de otras consideraciones, absolutamente gozosa.

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