Miguel Ríos: el largo adiós

Ríos no ha dado una sola oportunidad a la melancolía y ha mantenido a raya las fáciles concesiones sensibleras

Miguel Ríos: el largo adiós
Alejandro V. García

01 de marzo 2011 - 00:00

Salvo una canción estupenda con una música tan pegadiza que parece idónea para un himno de recibimiento (Bye, bye Ríos) y el matizado propósito de despedirse no hay ningún indicio de que Miguel Ríos, nuestro rockero mayor, haya abandonado los escenarios. Pero se ha ido. 2010 fue el año de su adiós de los escenarios españoles y 2011 el de los latinoamericanos. Y luego, la jubilación, Sin embargo los seguidores no tenemos esa impresión. No nos lo creemos o quizá nos resistimos a creérnoslo. No son sólo corazonadas egoístas; hay razones de peso para sostener esa esperanzada paradoja: un largo adiós que no termina. Primera prueba. Miguel ha dejado los escenarios (al menos eso dice) sin hacer una sola concesión a la nostalgia. Digamos que se ha ido sin la más mínima pesadumbre. En cualquier estación de ferrocarril las despedidas son más patéticas.

Lo normal, cuando alguien se despide después de una intensa carrera de varias décadas, es que parta dolorosamente, que rememore con añoranza los buenos tiempos, que deje un poso de tristeza dulce en los admiradores, un vacío profundo y, por supuesto, que demuestre en vivo la degradación fatal de las facultades que lo hicieron grande. ¡Para irse hay que presentar pruebas de decadencia! ¡O al menos escenificar una cierta claudicación sentimental! Es el fatídico final de los buenos melodramas. Hemos visto tantas películas y hemos aplaudido tantos finales desgarradores que parece adecuado exigir que los finales tengan lágrimas. Miguel Ríos no ha dado una sola oportunidad a la melancolía. Ha mantenido a raya, en los meses que ha durado la gira de despedida, las fáciles concesiones sensibleras. Nada en los últimos conciertos daba a entender que eran eso: los conciertos de la última gira. Estuvimos en dos de ellos, el primero en Granada, donde grabó un memorable disco en directo, y luego en Madrid. Estaban los amigos, los compañeros, los camaradas. Estaban los anfiteatros a rebosar.

Estaban los seguidores más fervientes preparados para mirar al vacío. Estaban las canciones inolvidables y los recuerdos generacionales adheridos a cada melodía. Estaba la memoria personal de cada uno lista para venirse arriba o abajo. Estaban hasta los mecheros listos para encenderse en las baladas. Los puños cerrados y las manos extendidas. Estaba el agradecimiento individual por esa larga banda sonora. Todo estaba listo para oficiar la despedida, es decir, para representar ese último acto lleno de patetismo que exigen los grandes y más peliculeros adioses, pero no ocurrió nada, salvo una actuación viva, llena de músculo y sobrada de recursos. Una de esas actuaciones que reflejan la plenitud de una carrera pero en ningún caso una claudicación frente al tiempo o la edad. Ni una sola vez dijo Miguel adiós. Nada. Música y más música. De modo que, acabado el concierto, nadie abandonaba el recinto con el triste sentimiento de ser el último. ¡Un fraude para los nostálgicos! Segunda prueba. Miguel no se va del todo, no podría. Lo reconoce con franqueza.

En las muchas horas que hemos compartido el año de la despedida, los amigos podemos dar fe de que una decisión terminante sería imposible. Miguel mira el mundo como si continuara en activo. Es verdad que no habrá más giras (al menos es su intención) pero sí conciertos El cantante dice que tiene muchas deudas contraídas con los compañeros de profesión, con todos los que se han prestado a colaborar con él (en el escenario o en los platós de televisión) y que está dispuesto a compensarlas. Y después habla de otra deuda, la deuda moral con un público fiel que le ha dado muchas cosas a través de décadas y décadas, y al que también quiere resarcir con conciertos benéficos. Y aquí entra también su condición de hombre político, del tipo que no olvida sus compromisos porque, más allá de los apoyos coyunturales a determinados programas o a ciertas causas medio perdidas, Miguel es un hombre coherente y quiere que sus convicciones solidarias no se detengan a causa de su nueva condición de jubilado sino todo lo contrario, quiere dedicar el tiempo sobrante (que ahora será mayor) a reforzar su compromiso. Y no se arrepiente. Como canta en esa declaración de intenciones que es Todo a pulmón, el maravilloso tema de Alejandro Lerner, Miguel se resiste a dejar su ideología “buena o mala pero mía, como la cotradicción”. Y Miguel nos debe por los menos un libro. Tiene todos los conocimientos, la experiencia y las virtudes precisas para contar cómo ha visto el mundo su generación.

Y esa es otra forma de cantar contando. O de contar cantando. Y tercera prueba para no creer en su retirada: la permanencia de sus grandes temas, no como restos arqueológicos de una carrera sepultada por los años, sino como vivos manifiestos de un presente que se alarga gozosamente desde que fueran concebidos, interpretados, reescritos y vuelta a empezar. Por estas y otras razones Miguel Ríos no se ha ido, o dicho de otro modo, no se ha podido ir aunque lo haya intentado. Es imposible que un tipo que aguanta dos horas y medias en un escenario, que logra extenuar a un auditorio entregado y que sólo dice bye, bye, con una música que parece perfecta para un himno de bienvenida, jamás adiós, se pueda retirar. Por mucho que se empeñe.

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