Narros: sin tiempo que perder
Crítica 'La dama duende'
La dama duende. Producciones Faraute. Compañía Miguel Narros. Versión: Pedro Víllora. Dirección: Miguel Narros. Ayudante de dirección: Luis Luque. Coreografía: Marta Gómez. Vestuario: Cornejo. Iluminación: Juan Gómez Cornejo. Peluquería/Sastrería: Bárbara Quero. Vestuario: Almudena Rodríguez Intérpretes: Chema León, Iván Hermes, Diana Palazón, Roser Pujol, Juan Ribó, Emilio Gómez, Eva Marciel, Paloma Montero, Antonio Escribano. Fecha: Miércoles 11 de diciembre. Lugar: Teatro Lope de Vega. Aforo: Media entrada.
El conflicto principal de La dama duende de Narros es entre velocidad e inteligibilidad. Y el dramaturgo parece que se agarró decididamente al torbellino femenino del que nace la comedia calderoniana para señalar su elección, la de una escena ancha, que permite y exige el tránsito continuado y el despliegue físico del elenco: idas y venidas, carreras, fricciones -primero la capa y la espada, luego muchas otras-, topetazos, caídas. Los actores deben seguir este alto ritmo, y ya desde el inicio les falta el aliento o la voz se les pierde al proyectarla desde el fondo del decorado. Que la resolución, arriesgada, es sin embargo acertada lo demuestra el hecho de que el espectador no se pierde (para eso están los clásicos que se estudian en el colegio, para experimentar y trascender la historia), aunque la filología salga algo dañada en el tránsito. El testamento de Narros es claro en este sentido y las escenas que menos funcionan son las más estáticas, precisamente aquellas en las que la palabra empeñada debía refulgir tras el trasiego, en la contracción de la escena porosa y trucada.
La juventud de buena parte del elenco sancionaba esta predominancia física, lo que se aprovecha haciendo de la colocación, el movimiento y las coreografías de los actores (señas de identidad del magisterio de Narros) el lugar del subrayado de las líneas temáticas que interesa resaltar del texto calderoniano: la mujer prisionera de las obligaciones de la viudedad pero en evidente búsqueda de estímulo erótico rodeada de cuatro hombres que representan otras tantas voluntades con respecto al amor -las propias del realista, el romántico, el fogoso y el carnal-. Así, en la versión de Narros y Víllora casi todo se transmite a través de cuerpos que persiguen, sujetan o montan a otros, siguiendo los puntos de fuga que conectan las escenas y los decorados, en definitiva la pulsión que atraviesa los muros que sostienen la fachada de lo doméstico. De entre todo el grupo, quien nos pareció que mejor supo reequilibrar gesto y palabra fue el secundario Cosme (Iván Hermes).
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