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Rauschenberg en Venecia, medio siglo después

Las obras del americano en la Bienal de 1964 parecían cuestionar al mismísimo Pollock; hoy recordamos aquellas obras que deslumbraron y el inicio en Europa de la expansión del 'pop-art'

Rauschenberg en Venecia, medio siglo después
J. Bosco Díaz-Urmeneta Sevilla

15 de septiembre 2014 - 05:00

No sorprendía la dimensión de los cuadros, sino su contenido. Venecia ya estaba familiarizada con grandes lienzos. Los de Pollock llegaron con Peggy Guggenheim en 1950 y volvieron como objetos de culto en 1958. Pero en la Biennale de 1964 las obras de Rauschenberg parecían cuestionar al mismo Pollock. Hoy, medio siglo después, merece la pena recordar aquellas obras que deslumbraron a Venecia (recibieron el primer premio de la Bienal) y señalaron el inicio en Europa de la expansión del pop-art.

De las obras del estadounidense Robert Rauschenberg (1925 - 2008) en aquella Bienal destacaron sin duda las combine paintings que reunían en una sola pieza pintura, escultura, collage y objetos (como la célebre Cama, con almohada, sábana y colcha, sobre las que había vibrantes rasgos de color) pero quizá tuvieran mayor trascendencia las que él propio artista llamaba silkscreens, esto es, serigrafías.

Recordemos una de ellas, titulada Express. Era un lienzo de 183 centímetros de altura por más de tres metros de ancho. Pero en esa gran superficie la pintura era poco más que un acompañante. El protagonista era la fotografía impresa además en el lienzo mediante la serigrafía. Una novedad inquietante: el soporte tradicional de la pintura, campo de juego de la mano del artista, se entregaba sin más a una manera mecánica de reproducir la imagen, que en aquellas fechas era más industrial que artística.

Había algo más. Desde los años 20 muchos artistas habían trabajado el fotomontaje pero casi siempre lo habían hecho en pequeña dimensión y con intención crítica. Los grandes cuadros de Rauschenberg agrupaban figuras sin un criterio demasiado claro. En Express, a la izquierda se suceden en vertical imágenes de un concurso hípico tomadas de una revista; los soldados de una división de montaña, que aparecen en negativo a la derecha del eje de simetría vertical, proceden de un cartel publicitario del ejército. Sobre esas figuras hay sin embargo una cuidada fotografía: tres miembros del ballet de Merce Cunningham (Carolyn Brown, Viola Farber y Steve Paxton) actuando en Aeon. Esa foto sí es de Rauschenberg, como la del propio Cunningham (un poco más arriba bajo un rectángulo de pintura roja) y quizá también la de una hermosa joven que, a la derecha, desciende desnuda por una escalera. Debajo de esa figura cambian de nuevo las cosas: vemos una escena patriótica propia de un manual escolar: los generales Grant y Lee ponen fin a la Guerra de Secesión.

Sabemos del interés de Rauschenberg por el ballet y de su amistad con el coreógrafo Cunningham, con quien colaboraba con frecuencia. Imaginamos que la chica desnuda bajando la escalera rememora el cuadro de Duchamp que, expuesto en Nueva York en 1913, levantó ampollas en los puritanos de turno. Pero ¿cómo encajan esas imágenes con las demás? En aquellos años, el autor, decidido pacifista después, nada tiene en contra ni a favor del ejército: las figuras de los soldados son tan indiferentes como las del jinete del concurso hípico o las de los grandes neumáticos que encajan en otro lugar. ¿Qué busca tal confluencia de imágenes artísticas y no artísticas, biográficas y sociológicas, sugerentes y tópicas?

Leo Steinberg vio las primeras obras de Rauschenberg como travesuras ("Till Eulenspiegel anda de nuevo suelto", escribió). La opinión parece favorecer a quienes, con impenitente afán clasificador, califican a Rauschenberg de neodadá. Pero más tarde el propio Steinberg invitaba a mirar las obras de Rauschenberg en horizontal, como quien examina las páginas de un periódico o el plano de un edificio, porque el encuentro de esos elementos, en apariencia heterogéneos, era el mejor modo de entender el arte, la época y el arte que podía hacerse en la época. El mismo Rauschenberg decía que ante la presión de la televisión y las revistas, de los residuos degradados de la ciudad y los excesos del mundo, quien pintara con honradez debía incorporar todo ese desorden que, querámoslo o no, articula nuestra experiencia.

La fidelidad a su tiempo pesa más que la pureza de la pintura. Rauschenberg parece rasgar los ritmos vibrantes de Pollock y los campos de color de Rothko o Newman para mostrar que debajo bulle una experiencia que, si quiere ser auténtica, no puede ignorar las imágenes que pueblan sin orden el día a día. Por eso solía decir que no quería pertenecer al mundo del arte sino permanecer en tierra de nadie, entre arte y vida; sólo desde ahí podría pensar uno y otra, e intentar iluminarlos. Es una clave para entender el arte actual: crítico para subvertir los discursos vigentes, posee sin embargo la lucidez necesaria para saber que no puede ser un redentor. Por eso, para poder hablar con rigor, no excluye ninguna imagen, ninguna experiencia. El camino no es nuevo. Cumple ahora medio siglo.

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