Un asesino castrador anda suelto por Edimburgo

Irvine Welsh, el autor de 'Trainspotting', publica 'Los cuchillos largos', una novela negra con un punto surrealista protagonizada por el policía de 'Crimen'

El escritor escocés Irvine Welsh (Edimburgo, 1958), en una imagen de archivo.
El escritor escocés Irvine Welsh (Edimburgo, 1958), en una imagen de archivo. / Julián Martín / Efe

La ficha

Los cuchillos largos. Irvine Welsh. Traducción de Francisco González, Arturo Peral y Laura Salas. Anagrama, 2025. Barcelona. 416 páginas. 24,90 euros

Irvine Welsh tiene un problema. Su primera novela, Trainspotting, es una obra maestra. Lo que haga después difíclmente estará a la altura de ella. La publicó en 1993, con sólo 35 años, una edad bastante temprana para que un escritor alcance la perfección. Encima, el éxito de la película, que se estrenó tres años después, le dio una fama mundial a aquella pandilla de yonquis tarados que pasaban la tarde mirando los trenes en la muy bella, muy misteriosa, muy fría y mágica ciudad de Edimburgo. El pelotazo de crítica y público le llevó a ir rescatando de cuando en cuando a sus personajes en secuelas y precuelas bastante dignas, aunque ninguna de ellas en el nivel estratosférico de la primera. Ahora, con los Sick Boy, Spud, Renton y Begbie pidiendo la jubilación tras varias novelas, Welsh los deja descansar y trae de vuelta a otro personaje suyo conocido, el policía Ray Lennox, protagonista de su novela Crimen, otra de sus obras notables.

Lennox, cocainómano y alcohólico ahora en intento de rehabilitación con escaso éxito, será el encargado de cazar a un asesino en serie que anda suelto por el Reino Unido y que tiene un modus operandi un tanto peculiar: no sólo mata a sus víctimas sino que les amputa sus penes y testículos. Éste es el punto de partida de una novela con un título más que acertado teniendo en cuenta de qué va el asunto, Los cuchillos largos. Lennox se pone a investigar el caso porque un conocido diputado conservador, muy derechista, aparece muerto en un almacén de Leith, el distrito portuario de Edimburgo, con sus genitales cortados. Éstos aparecerán poco después colgados del monumento a Walter Scott, de forma que le caerán en toda la cara a un turista que lo visita.

Puede decirse que empieza fuerte la cosa, que además se va enredando cuando la Policía de Edimburgo descubre que hubo un precedente muy parecido ocurrido en Londres dos semanas antes. Eso sí, el asesino no estuvo fino y el tipo se escapó. Pero, ay amigo, resulta que la Policía londinense no suelta prenda de quién es la víctima, a la que parece que le pudieron reconstruir sus genitales más mal que bien. Todo eso hace sospechar que se trata de alguien rico, poderoso y con muchos contactos en la cúpula de la Policía y en la prensa, capaz de hacer que se corra un tupido velo sobre lo ocurrido.

Entre medias, el lector va asistiendo desconcertado a una historia que se va intercalando entre los capítulos, y que la cuenta un tipo que pronto sabemos que es un periodista iraní que se hace pasar por indio, y que no hay que ser un lumbreras para descubrir que es nuestro asesino en serie. Es decir, Welsh pone las cartas sobre la mesa para presentarnos una novela clásica del juego del gato y el ratón. Claro que en su estilo palabrotero habitual, fácilmente reconocible, con sus visitas a los pubs más sórdidos de Escocia y de Inglaterra y sus intentos de rascar entre los círculos adinerados de ambas naciones.

Todo se irá complicando más aún, pero tampoco es plan de seguir destripando, que ya hemos contado bastante. Sí podemos decir que es una novela en la que pasan muchas cosas, y eso siempre está bien. Al pobre Lennox, que tiene un lío gordo también en lo personal, no le da tiempo a reflexionar demasiado entre tanta acción. Eso sí, a mitad del libro hay un paréntesis que para la narración y no viene del todo mal. Es un libro divertido, muy entretenido y con cierto punto de surrealismo. El simple el hecho de que el pene de un diputado tory aparezca colgando del monumento a Scott, insigne autor de Ivanhoe, ya lo es. Parece que Escocia es un pueblo que honra a sus escritores. Scott tiene un bellísimo templete gótico en un lugar privilegiado de su ciudad. Nada que ver con España, que le dedica un busto ridículo a Miguel de Cervantes en Sevilla, en el lugar en el que cumplió pena de prisión y en el que dicen que empezó el Quijote. Pero vamos a la novela en cuestión, por la que se cruzan decenas de personajes, entre los que hay algún cameo de los clásicos de este autor escocés.

Welsh parece que ha dejado las drogas y se ha dedicado, como tantos otros, a la novela negra, que es lo que más se vende junto con la literatura juvenil y romántica. Pero su escritura trasciende del género. Su problema, ya decimos, es que escribió su obra maestra demasiado joven y todo lo que venga después se queda corto. No pasa nada, le pasa a muchos autores. Zadie Smith escribió Dientes blancos con 25 años; David Foster Wallace publicó La broma infinita cuando tenía 34; Thomas Pynchon sacó El arco iris de gravedad con 37. Y, si rascamos en otras disciplinas artísticas, Miguel Ángel pintó la bóveda de la Capilla Sixtina entre los 33 y los 37 años. Claro que luego volvió a Roma con más de sesenta años para hacer el fresco del Juicio final.

Welsh, que no es Miguel Ángel ni lo pretende, es ya un veterano escritor escocés de 67 años con una sólida carrera detrás. A Trainspotting le siguieron Acid House, Éxtasis, Cola, Porno, Secretos de alcoba de los grandes chefs, Si te gustó la escuela, te encantará el trabajo, Crimen, Col recalentada, Skagboys, La vida sexual de las gemelas siamesas, Un polvo en condiciones, El artista de la cuchilla y Señalado por la muerte. Algunas de ellas son muy notables. Toda su obra está editada en España por Anagrama. Su última novela puede leerse sin conocer su obra anterior, pero yo sólo puede recomendar, a quienes no conozcan nada del autor, que empiecen por Trainspotting. Para los que ya lo hayan leído, Los cuchillos largos es una buena propuesta para estos días calurosos de primavera.

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