Cantando bajo la lluvia
OBITUARIO
Se apaga la voz serena de Pablo Guerrero, el trovador extremeño que nos enseñó a mirar la vida como quien mira llover, dejando en las calles la nostalgia de un aguacero imposible
Muere Pablo Guerrero, uno de los referentes de la canción protesta
Se nos ha muerto Pablo Guerrero, y con él se nos apaga un modo de estar en el mundo que consistía en escuchar el silencio mientras miraba a su alrededor y atreverse a decir lo que todos pensábamos con palabras limpias. El extremeño que pedía a gritos, pero con voz que acariciaba, que se abrieran las ventanas, ha cerrado la suya para siempre. Y, sin embargo, el aire sigue oliendo a tierra mojada, y cada vez que suena A cántaros cae sobre nosotros la lluvia que nunca llegó a Andalucía.
Aquí, en esta región que nunca se termina de tomar demasiado en serio a sí misma, Pablo encontró aliados y cómplices. Sus canciones resonaban en los pisos de estudiantes que aprendían a fumar Celtas cortos en los 70, en las reuniones de activistas donde alguien colaba siempre alguno de sus poemas convertidos en canciones, en las radios libres que olían a cinta magnética y rebeldía. Andalucía lo escuchaba como quien escucha a un primo lejano que te dice verdades incómodas sin perder la sonrisa: “Hay que dolerse de la vida, chaval, pero sin perder la ternura”.
Pablo Guerrero nunca cantaba al dictado. Y tenía el extraño don de saber que la poesía no es un lujo, sino un alimento necesario. Decía las cosas con una calma que desesperaba a los que buscaban estruendo, pero su calma era dinamita. Escrito está en mi alma vuestro gesto, parecía susurrar al río cada vez que pasaba por Triana. Porque la comunidad no lo tuvo de vecino, pero lo adoptó como a un amigo que viene de vez en cuando a hacerte compañía y su falta va a dejar un hueco en la memoria colectiva. Era de esos amigos que no hacen ruido al llegar, pero cuando se van dejan un silencio enorme. Y ayer se fue del todo.
Hoy todos los periódicos dicen que Pablo Guerrero fue un cantautor comprometido. Y es verdad, pero se quedan cortos; Pablo fue un jardinero de canciones. Esparció semillas en mitad de un país mustio y las flores, a veces discretas, a veces feroces, terminaron brotando en las plazas. Cuando muchos gritaban, él hablaba bajito. Y, curiosamente, se le oía más.
Hace trece años escribí que nunca pensé que las letras de los antiguos cantautores volverían a describir otro tiempo presente. Y sin embargo, aquí estamos, con la certeza incómoda de que Pablo seguía cantando la misma canción para una España que aún no termina de abrir del todo sus ventanas. Aquella lluvia que prometía limpiar la tristeza sigue siendo necesaria. Tal vez hoy más que entonces, porque los charcos que pisamos están llenos de otras miserias, pero idéntica sed.
Su A cántaros ya no pertenece a una generación de transición, sino a todas las que aún buscan futuro en medio de la sequía. No es una canción envejecida, es una profecía que se repite con cada crisis, con cada desencanto, con cada joven que vuelve a escuchar esos versos y descubre que describen su propia vida. Pablo, sin quererlo, se convirtió en el cronista involuntario de un país que nunca termina de aprender.
Ahora que nos falta, no queda otra que volver a poner su voz en un tocadiscos de esos que todavía conservamos, aunque sustituido por el Spotify, para que el polvo suene de fondo como si también fuera parte del coro. Y dejar que Pablo, una vez más, nos enseñe a mirar la vida como quien mira llover, sin paraguas de corrección política, con la esperanza de que la tierra sedienta, algún día, dé frutos nuevos. Porque, al fin y al cabo, ¿qué otra cosa es un cantautor sino un hombre que nos presta palabras para atravesar los días?
Descanse en paz el hombre que hizo que Andalucía soñara con aguaceros imposibles. Porque, al final, todos seguimos esperando que llueva, a cántaros.
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