La Piedad | Crítica

Provocaciones de parvulario en rosa pastel

Manel Llunell y Ángela Molina en una imagen del filme de Casanova.

Manel Llunell y Ángela Molina en una imagen del filme de Casanova.

En su segundo largo como director, de nuevo avalado por Álex de la Iglesia, Eduardo Casanova (Pieles) sigue confundiendo estilo con ampulosidad y provocación con mal gusto, señas de identidad de un cine que se quiere personal y radical en la sublimación estética, entre el camp y el kitsch, de la autobiografía, los traumas y complejos.

Toca ahora abordar el Edipo, la maternidad asfixiante y castradora, el padre ausente o el acecho de la muerte como asuntos de manual freudiano caducado para una fábula que pasa del gris al rosa entre escenografías oníricas y guiños a la estética norcoreana (sic) que hacen de esta Piedad más explícita que alegórica un insufrible encadenado de escenas de sometimiento, vejación y diván de mármol tan sólo aptas para esa muchachada instagramer que tiene al fatuo Casanova como referente libertario de no se sabe bien qué barroco universo propio.

En línea con el exasperante disparate general, las interpretaciones de Ángela Molina, ‘Morris’, Macarena Gómez o el protagonista Manel Llunell desbordan todo sentido de la máscara para torcer la caricatura entre imágenes de supuesto impacto (un cráneo abierto, el parto de un adulto en primer plano, una micción en gran angular contrapicado…) que, en su búsqueda de la provocación, apenas rozan el juego de niños. Y hay que recordar que Casanova ha cumplido ya los 30.