Los amores de Anaïs | Crítica

Una chica tan decidida como yo

Anaïs Demoustier en una imagen del filme.

Anaïs Demoustier en una imagen del filme.

Anaïs corre, no para de correr, se come literalmente el mundo a sus pies de gacela urbana. El primer filme de Charline Bourgeois-Tacquet, presentado en la pasada Semaine de la Critique de Cannes, abraza estos tiempos líquidos de mujeres libres y amores fluidos con el foco y el tempo siempre en las piernas de su protagonista, una joven estudiante impulsada por la búsqueda del amor verdadero entre relaciones esporádicas e incompletas, sexo fugaz, camas desocupadas a media noche, pequeños caprichos, trabajos precarios, tesis a medio hacer, accidentes que se resuelven sin traumas ni grandes problemas de conciencia y visitas a una madre enferma también desprovistas de sobrecarga dramática.

La ligereza, el desplazamiento constante y la velocidad presiden así este retrato en fuga, al menos en sus dos primeros tercios, que puede recordar al Rohmer y al Truffaut más luminosos y estacionales, un viaje a través de esa nueva feminidad desprejuiciada, desacomplejada y empoderada desde las acciones y los gestos antes que desde la reflexión o la pancarta.

Una extraordinaria Anaïs Demoustier (La casa junto al mar, La chica del brazalete, Los consejos de Alice) se crece en pantalla como no la habíamos visto hasta ahora, llenando cada plano con esa energía juvenil y esa belleza cotidiana que, ya en el tramo verdaderamente romántico del filme, en un inopinado giro del enredo triangular con la aparición de Valeria Bruni Tedeschi, eclosiona en todo su esplendor sensual en el encuentro de los cuerpos, la liberación de las pasiones carnales y un hermoso intercambio epistolar filmado a las desplechianas maneras.