De la escritura en crudo

Cuadernística | Crítica

Cristóbal Polo traza en ‘Cuadernística’ (Wunderkammer) una alucinante aproximación a los laboratorios íntimos de un notable puñado de autores, donde lo efímero abraza lo perdurable

Hacia el reencuentro

Cristóbal Polo (Los Barrios, 1982). / Wunderkammer
Pablo Bujalance

02 de noviembre 2025 - 07:02

La Ficha

Cuadernística. Cristóbal Polo. Wunderkammer. Girona, 2025. 160 páginas. 14 euros.

Sobre sus cuadernos afirmaba Josep Pla: “Estos papeles me sirven para escribir. No para aprender a escribir bien, sino para aprender a escribir. Las líneas que escribo aquí me resultan tan necesarias como el respirar”. Paul Valéry se levantaba cada mañana entre las cinco y las seis, encendía un cigarrillo, tal vez se hacía un café y escribía en sus cuadernos, actividad a la que se refería como su “vicio” pero también su “refugio: una forma del deseo de estar conmigo y hasta de ser yo”. En los cuadernos, la escritura adquiere una relevancia íntima que amenaza con trascender a la lectura ajena en cualquier instante; sin embargo, más allá de su condición preparatoria, adquiere a menudo hechura de meta final, de depósito y vertebración de lo importante, de lo que el escritor al final tiene que decir. En cualquier caso, si la escritura entraña una manera de estar en el mundo, lo hace, primero, en los cuadernos, donde el mito de la creación se diluye en un mar de posibilidades y muy pocas certezas. De la relación de la escritura con sus cuadernos propone una reveladora aproximación Cristóbal Polo (Los Barrios, Cádiz, 1982) en Cuadernística (Wunderkammer), uno de los libros más sorprendentes, audaces y oportunos que hemos podido leer este año.

'Cuadernística' se presenta a su vez al lector como un cuaderno de apuntes, de ahí su particular evaporación formal

“El cuaderno es el laboratorio del instante, de la impresión escurridiza”, escribe Polo. Cuadernística se presenta a su vez al lector como un cuaderno de apuntes, de ahí su particular evaporación formal entre el ensayo, el aforismo, las memorias y la narrativa más escurridiza respecto a la ficción. La primera entrada es un apunte al natural: una chica, sentada bajo un fresno, toma notas en un cuaderno abierto sobre sus rodillas. A partir de aquí, la creación propia se vertebra en la de otros, los cuadernos cosidos de Emily Dickinson, los diarios de Kafka, los papeles que Ludwig Höhl hacía colgar “de un cordel que atravesaba su estudio como ropa tendida o como fotografías recién reveladas”. El cuaderno es una manifestación múltiple no exclusiva de la escritura, entre el diario común de presunta discreción, la escritura microscópica casi ilegible de Robert Walser, las listas perequianas de Sei Shōnagon, las notas y los tachones de Tove Jansson en su isla solitaria, las fotografías preservadas, las pinturas de Yoshida Kenkō y los diarios filmados de Jonas Mekas. En su trayectoria poética y artística, Cristóbal Polo ha cultivado también la fotografía estenopeica, el cine y el montaje radiofónico como manifestaciones limítrofes con la escritura, con lo que su intuición transversal de la cuadernística aparece bien fundamentada. En estos laboratorios, la misma escritura parece servirse en crudo, como en transición a otro estado, pero al mismo entiende contiene un extraño valor propio, una identidad inequívoca. Y cabe preguntarse, entonces, si no es esa calidad proteica, cambiante, la que afecta a la escritura en todos sus términos, también cuando la creemos ya cocinada en los magmas de la edición; si no es la literatura cada vez un laboratorio íntimo sometido también al principio de incertidumbre, ante el que el autor poco tiene que decir, una vez asome alguien a su lectura: “La cuadernística, para qué engañarse, es difícil de justificar como forma de comunicación. Así que la primera regla del cuadernista es: No tratarás de justificarte”.

El cuaderno permite la praxis más concreta del ideal que confunde escritura y vida

En los diarios de Luis XVI, el último rey de Francia, la palabra que más se repite es nada. Será, de hecho, la última palabra que el monarca deje escrita, poco antes de su ejecución: “Nada”. En los últimos años de su vida, Rousseau incorporó la cuadernística como quehacer principal a la manera del flâneur: su escritura se presenta asociada al caminar, a la mirada errante, como testimonio primario de lo observado y lo sugerido. Tres días antes de arrojarse al río Ouse con los bolsillos llenos de piedras, Virginia Woolf dejó también una última anotación en su diario: “L está podando los rododendros”. A menudo el cuaderno arroja la consternación de un secreto, pero, de nuevo, la posición del autor es indiferente al respecto: “Un cuaderno puede mostrarse, leerse en voz alta e incluso ser publicado. Pero esto no cambiará su razón de ser, que es el escribir por escribir, escribir como se piensa o como se mira o como se respira”. El cuaderno permite la praxis más concreta del ideal que confunde escritura y vida: “Un buen cuadernista es quien se queda dormido sobre su cuaderno”. Mejor disposición muestra, no obstante, quien llega a morir sobre el mismo. Cuadernística es así un ejercicio apabullante que indaga en la escritura como continuo, como síntoma orgánico, como, sin más, lo que se hace, lo que acontece en las leyes del mundo natural. Su carácter fragmentario procura un gozo completo. Igual que el mundo.

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