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Al misterio por la luz

Esteban Jiménez & Alejandro Mateo | Crítica

Alejandro Mateo y Esteban Jiménez en el Alcázar / Actidea

La ficha

ESTEBAN JIMÉNEZ & ALEJANDRO MATEO

***

XXVI Noches en los Jardines del Real Alcázar. Esteban Jiménez, violonchelo; Alejandro Mateo, piano.

Programa:Encuentros y evocaciones: un viaje por España y sus ecos europeos

Gaspar Cassadó (1897-1966): Requiebros [1934]

Joaquín Turina (1882-1949): “Polymnie” de Las musas de Andalucía Op.93 nº4 [1942]

Ricard Lamote de Grignon (1899-1962): “Serenata” de Bagatelas de fin de siglo [1941]

Enrique Granados (1867-1916): “Intermezzo” de Goyescas [1915]

Claude Debussy (1862-1918): Sonata para violonchelo y piano en re menor L.135 [1915]

Jesús de Monasterio (1836-1903): Melodía [1874]

Manuel de Falla (1876-1946): Danza de La vida breve [1904]

Lugar: Jardines del Alcázar. Fecha: Sábado, 23 de agosto. Aforo: Casi lleno.

Como un nuevo valor surgido del esfuerzo andaluz de décadas por la formación musical de calidad llegó el sábado al Alcázar el violonchelista sevillano Esteban Jiménez. Su dúo con el pianista gaditano Alejandro Mateo –ambos pasaron por la Academia Barenboim-Said y actualmente amplían su formación en el Centro Superior Katarina Gurska de Madrid– dejó la impresión de algo más que solvencia técnica: seriedad en el trabajo, una visión honda de la música y un propósito evidente. En su actitud y su forma de afrontar el concierto no hubo concesiones ni gestos vacíos; fueron, simplemente, dos jóvenes talentos con ideas claras y las ganas de profundizar en ellas. Su lectura del programa evitó el exhibicionismo fácil y apostó por lo esencial: buena línea, calidez de sonido, afinación precisa y, sobre todo, un sentido musical que les sirvió lo mismo para las melodías acompañadas –textura dominante en su recital– como para cuando la modernidad debussysta los puso a prueba.

Lo mismo en los castizos Requiebros de Cassadó, con un tratamiento ornamental del vibrato y unos trinos finísimos de Jiménez, que en la danza final de Falla, mucho más enérgica, el sentido del color afloró desde el control máximo sobre sus medios, aunque alcanzó el verdadero prodigio en un Intermezzo de Goyescas admirable en su mezcla de hondura, belleza tímbrica y potencia sonora. En las partes más líricas, el fraseo se hizo en general refinadísimo, pero nunca cayó en la vacuidad esteticista. Esto se apreció sobre todo en el nocturno de Lamote de Grignon (y en El cisne de Saint-Saëns de la propina) y algo menos en la melodía más lacrimógena que nostálgica, tan romántica en cualquier caso, de Monasterio, acaso servida con un poco más de azúcar de la necesaria a esas horas de la noche. Pero hubo siempre rigor, vigor, tensión y fuerza. Es cierto que en algunos pasajes de dinámicas leves (Polymnia de Turina, otro nocturno delicioso) el sonido del violonchelista perdió algo de prestancia y que el trabajo sobre los dinámicas puede hacerse más detallista, pero eso es algo que dará seguramente el tiempo.

Todo ello se manifestó con especial transparencia en la Sonata de Debussy, momento central de la velada y verdadero examen de madurez. Parecieron hacer suyo aquel juicio de Boulez de que “el verdadero misterio en Debussy se alcanza mediante la claridad, la precisión y la luz”. Frente a la tentación de convertir la música del maestro francés en vaporoso efecto atmosférico, el dúo optó por la claridad y la evidencia: las líneas emergieron nítidas, las disonancias y los cromatismos fueron expuestos con crudeza. Hubo notable precisión en la combinación de pizzicati y arcos largos de la Sérénade; mientras el Finale fue todo lo agresivo que cabía esperarse de él. En su lectura se reconoció la lección bouleziana: misterio y poesía logrados por la luz de la articulación, no por su evanescente desvanecimiento.

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