Cultura

El imperativo moral / Manuel Gregorio González

Con Saramago desaparece no sólo una escritura singular, el orbe clausurado que es cualquier obra literaria. Desaparece también, en gran medida, la figura del intelectual, del escritor comprometido, oficio en el que alcanzó una prominencia sólo equiparable a Umberto Eco, Vaclav Havel, Vargas Llosa, Noam Chomsky, y algunos otros nombres que, sobre su labor literaria, quisieron añadir ésta otra de avizorar y desventrar la ondulación secreta de su tiempo. A ello viene a sumarse la dolorosa pérdida del último iberista de nuestro tiempo. Y con esto nos referimos a la elegante naturalidad con que Saramago, un autor inequívocamente luso, supo oscilar de lo español a lo portugués, de lo insular a lo peninsular, como si se trataran de una y la misma cosa. Desde la Unión Ibérica de don Juan Valera, pocos habitantes de la vieja Iberia había demostrado este afán conciliador –la curiosidad, la admiración, la simpatía por el otro– que hoy mueren con este raro escritor, grande y transfronterizo.

A otros les cumplirá hablar de la obra de Saramago. Obra, si se me permite decirlo, tan proteica y ambiciosa como la de Cela, y en tantos modos pareja. Pero uno, modestamente, querría señalar esta faceta de intelectual en Saramago, así como su dilatada beligerancia, cuando la actualidad parece marchar en contra del decir reposado y la palabra en firme de otras épocas. Al cabo, las décadas de la Guerra Fría supusieron, no sólo el agotamiento o el descrédito de la lucha ideológica, sino la consunción de un modo de hacer literatura donde la ideología se sobrepuso al hecho literario. Probablemente, hoy ningún estudiante lee a Sartre, a pesar o precisamente por ser uno de los mentores del movimiento estudiantil del 68. De igual modo, Camus permanece en una tiniebla histórica de la que ahora empieza a salir difícilmente. Ambos, no obstante, distinguieron meridianamente la valía literaria del rigor intelectual o la musculatura política. Y ahí, en ese estrecho cauce, es donde la figura de Saramago, en su doble vertiente de escritor y tribuno, se ha movido con notable agilidad, separando los frutos de la escritura, de los gravámenes de pensar en y para el público.

Resulta obvio decir que la obra de Saramago se fundamenta en un imperativo moral, en los mecanismos del poder y en su estructura insidiosa, pluriforme, coercitiva. En última instancia, su obra viene movida por la piedad, por un violento gesto de conmiseración y un reconocimiento expreso del dolor, la sevicia, el heroísmo, la traición o la ira. En Saramago está la totalidad de lo humano, no sólo por la inhumanidad refleja del poder y su sombra, sino por el minúsculo discurrir, a veces absurdo, a veces humillante, siempre ridículo e incierto, de cualquier vida. En Embargo, uno de sus relatos más desconcertantes, un hombre queda a merced de su automóvil, sin poder salir de él, hasta que finalmente mueren, confundidos ambos, conductor y auto, en un único gesto de extinción que puede interpretarse como una metáfora de la alienación y la trepidación maquínica de la era moderna. Sin embargo, la angustia que suscita dicho relato nace del artificio literario, y nunca de la asunción de un discurso larvado o subyacente.

Así, el Saramago intelectual fue consecuencia de su maestría literaria; si bien las opiniones que expuso en público, la vindicación de los orillados y los exánimes, eran las mismas que nutrieron su obra. ¿Qué ha pasado para llegar a este universal descrédito del intelectual, y en suma, a la extinción de su figura? Desde que la nobleza apaleaba a Voltaire para ejercitarse un poco y poner orden en la finca, han sucedido demasiadas cosas. Una de ellas, quizá la más notoria, es la desaparición de la política como lugar y arbitrio de lo humano. Esa porción de humanidad que falta es, a mi juicio, aquélla que reclamó Saramago por diversas vías, en unas con más éxito que en otras. Cuenta Antonio de Herrera en su Historia de Portugal y conquista de las islas Azores (1591), que fue Felipe II quien hubo de negociar el regreso del cadáver del rey don Sebastián, muerto en una loca expedición africana, desde la Ceuta española a su definitivo hogar lisboeta. Hoy esto no será necesario. Saramago ha muerto en tierra propia. Que esa misma tierra le sea leve.

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