El nacionalismo vasco ya tiene su 'Casablanca'

Karmele | Crítica

Eneko Sagardoy y Jone Laspiur en una imagen del filme.
Eneko Sagardoy y Jone Laspiur en una imagen del filme.

La ficha

* 'Karmele'. Drama histórico, España, 2025, 114 min. Dirección y guion: Asier Altuna. Fotografía: Javier Agirre. Música: Aitor Etxebarría. Intérpretes: Jone Laspiur, Eneko Sagardoy, Nagore Aramburu, Javier Barandiarán.

Entiéndase el buen nacionalismo, el noble, el que ama y al que le duele la tierra, el del folclore, las tradiciones y la cultura propias, el demócrata y el tolerante. Basada en la novela de Kirmen Uribe (La hora de despertarnos juntos) y con generoso presupuesto, Karmele trae sus formas pulcras y embellecidas, su academicismo arty (que se permite incluso citar al mismísimo Tarkovski), a una nueva historia sobre la Guerra Civil ambientada en el País Vasco y en el seno de una familia rural de clase media que sólo habla euskera y que, por supuesto, está en el bando republicano: madre maestra, padre pescador, hija enfermera, hermano huido y luego preso.

Corre el año 1937 y los franquistas han llegado al pueblo costero para sembrar el terror y echar a sus legítimos habitantes. Karmele (Jone Laspiur), la hija, intenta ayudar como puede, primero en el frente curando heridos, luego uniéndose a una compañía folclórica avalada por el “gobierno vasco” donde se canta y se baila música euskalduna. Allí conoce a Txomin (Eneko Sagardoy), el amor de su vida, el hombre valiente y enamorado con quien está dispuesta a luchar contra el franquismo primero, contra Hitler tras pasar a Francia, contra ambos desde un exilio venezolano recreado en localizaciones y platós bien iluminados.

Karmele también quiere ser entonces como Cold war, el filme de Pawlikowski, con sus ensayos y actuaciones, con sus clubes nocturnos y su elegante cool jazz (¿en 1945?), con sus saltos en el tiempo, separaciones y desplazamientos por corte de montaje. Se imponen los valores de producción en un filme sin densidad bajo la carcasa, los diálogos explicativos y didácticos (“no nos vamos a Venezuela, estoy comprometido con el gobierno vasco”, “no tocaré más mientras haya una dictadura”) o las metáforas explícitas (la trompeta como legado, el barco que arde) como solución de contexto para el drama íntimo y romántico que no termina de cuajar nunca. La mecánica del relato se deja atrás lo sustancial, el alma de unos personajes que no cogen cuerpo ni trascienden más allá del vestuario de época.

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