Muere el escritor Antonio Rivero Taravillo
El autor, poeta prolífico, biógrafo de Cernuda y Cirlot y colaborador de 'Diario de Sevilla', muere a los 62 años
Hace unos meses, el pasado febrero, en un homenaje que le dedicaron en la Biblioteca Infanta Elena a Antonio Rivero Taravillo, Juan Lamillar habló de la “obra social, entre comillas” de la que podía presumir su amigo, ese escritor nacido en Melilla en 1963 pero que sin embargo se había convertido en una figura fundamental de la cultura sevillana: no sólo por su bibliografía prolífica y apasionada, también por el apoyo que había ofrecido a tantos colegas como asesor de la Feria del Libro, editor, librero, profesor de talleres literarios. Entre sus muchas caras, Rivero Taravillo, poeta, narrador y traductor, biógrafo de Cernuda y de Cirlot y un enamorado de Irlanda, era asimismo un generoso hombre de letras que seguía con atención y cariño la obra de sus coetáneos. Unos compañeros que despiden hoy con emoción a un maestro y cómplice que se va antes de tiempo por culpa del cáncer. “Ojalá los días tuvieran”, lamentaba en sus versos, “cada acento en su sitio”. Sus restos han sido trasladados al Tanatorio de Nervión, donde se ofrecerá un responso este sábado a las 13:45.
Atraído por una poesía “transparente, sí. Pero que dé en ella el sol y deslumbre”, Rivero Taravillo irrumpió a finales de la década de los 80 con el poemario Bajo otra luz y mantuvo la vocación intacta hasta este mismo año, cuando ganó el Premio Paul Beckett por Un invierno en otoño. Abordaba desde su palabra clara y una emotividad contenida temas universales, una intimidad sin estridencias. En La lluvia (2013), un aguacero servía para volver a la infancia o para recrear la pasión de dos amantes; en Lo que importa (2015) defendía que lo más prosaico -un termo eléctrico, una almohada- podían transformarse en poesía gracias a los ojos de quien sabe mirar el sutil valor de los objetos. No le estimulaba una lírica que no estuviese ligada a la vida.
“La poesía surge muchas veces de una insatisfacción. Si no hay una especie de pulsión por lo que ya no se tiene, por lo que en el hoy tampoco se alcanza y por las incertidumbres del futuro, quizás uno no escribiría. De ahí que el poema sea siempre disconforme con la realidad, aunque también la acepte. En el frágil equilibrio entre ambas cosas está el poema”, explicaba el autor en una entrevista a este periódico.
El muchacho que emulaba a Juan Ramón Jiménez, el traductor que aprendió de la música de Shakespeare, nunca dejó de investigar en las posibilidades de cada poema: alternó los haikus con los poemas largos y descriptivos, sus páginas proponían una fiesta de composiciones diversas donde no tenía cabida un tono monocorde. Consciente del linaje al que pertenecía, en su libro Svarabhakti (2019), Rivero Taravillo aseguraba que en cada persona que escribe versos “hablan todos los poetas”. En otra conversación con este diario ahondaba en esa idea: “El poeta puede ser un autor de genio, no es mi caso, pero lo que no puede pretender es ser adanista y pensar que el mundo empieza con él. Hay una literatura previa, hay una tradición, y tenemos que estar agradecidos a quienes nos han ido abriendo camino. Cuando uno escribe un poema, debe tener la humildad de saber que hay muchos que le han precedido, y son muchos los testigos que le han cedido”.
Su entusiasmo por la poesía no le impidió cultivar la novela, obras en las que solía dotar de humanidad a figuras literarias. En Los huesos olvidados (2014) se acercaba al Premio Nobel Octavio Paz, en Los fantasmas de Yeats (2017) lo hacía a un poeta al que había traducido con admiración, y en 1922 (publicada cuando se cumplía un siglo de esa fecha) se trasladaba al año prodigioso en que se crearon dos obras maestras, el Ulises de James Joyce y La tierra baldía de T. S. Eliot. “Lejos del ensayo, la novela te permite que los personajes cobren la tercera dimensión, que sean de carne y hueso. Es como si abriéramos una mirilla en las casas de unos y otros, como si tuviéramos una cámara que sigue por las calles a los escritores”, comentaba a propósito de 1922.
Uno de los hitos en la carrera de Rivero Taravillo, creador también de una magnífica semblanza de Cirlot que le valió el Premio Antonio Domínguez Ortiz, Cirlot. Ser y no ser de un poeta único, fue la biografía en dos tomos, el primero merecedor del Premio Comillas, que dedicó a Luis Cernuda. Un retrato detallado en el que rastreaba las vivencias, ilusiones y desengaños de un poeta soberbio que fue también un hombre herido, un trabajo de enorme valor para estudiar al autor de La realidad y el deseo, en el que el biógrafo eludió “que la erudición se adueñara del conjunto” y perfiló con calor y cercanía a un “personaje muy vivo, muy contemporáneo” al que permanecería vinculado siempre: cuando el Ayuntamiento de Sevilla compró la casa natal de Cernuda, le encargó al especialista elaborar un proyecto museográfico para este inmueble.
Una inspiración constante en la vida y obra de Antonio Rivero Taravillo fue Irlanda, una cultura que frecuentó desde su primer viaje en 1988. “En Irlanda, que curiosamente es un país atlántico, pero posee un espíritu muy mediterráneo”, exponía a este periódico hace un par de años, cuando publicaba el poemario Suite irlandesa, “siento una conexión. Me gusta que frente al puritanismo inglés protestante ellos prefieran dejarse llevar, tengan una manera más relajada de encarar la vida”. En ese libro, el poeta decía: “De todas las canciones las más bellas / son las de quienes cantan lo que pierden”. La palabra de Antonio Rivero Taravillo nos seguirá acompañando tras su marcha.
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