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Fuera del mundo

Nunca delante de los criados | Crítica

Periférica publica 'Nunca delante de los criados', del periodista Frank Victor Dawes, un análisis testimonial de la numerosa servidumbre victoriana, retratada con amabilidad y complacencia en series como Downton Abbey

Phileas Fogg (David Niven) y Passepartout (Cantinflas) en 'La vuelta al mundo en 80 días'. 1956
Manuel Gregorio González

17 de julio 2022 - 06:00

La ficha

Nunca delante de los criados. Frank Victor Dawes. Trad. Ángeles de los Santos. Periférica. Cáceres, 2022. 254 págs. 18,50 €

Este libro, publicado por primera vez en 1973, recogía los testimonios de la vieja servidumbre victoriana y eduardiana, que tan grandes personajes acuñó en la literatura del XIX y el XX, y cuya prolongación cinematográfica y televisiva llega hasta hoy mismo, con series pulcras y vagamente melodramáticas como Downton Abbey, heredera de aquel Arriba y abajo que triunfó en los 80 del siglo pasado. Lo cierto, sin embargo, es que esta abnegada lírica de la servidumbre, que llega a una cima melancólica con Lo que queda del día de Ishiguro, como antes había encontrado su expresión más benévola en el Passepartout de Verne y su perfil más hierático y eficaz en el Jeeves de Wodehouse, ha servido para difuminar tanto el coste humano de aquel brillo social, como las condiciones históricas en que se dio este hecho, que alcanzó en Gran Bretaña su uso más extendido.

Dawes retrata el vasto ejército, inofensivo y laborioso, que mantuvo el orden doméstico de las clases favorecidas del XIX-XX

Esta indagación testimonial sobre el trabajo doméstico del XIX-XX es el que quiso llevar a cabo el periodista Frank Victor Dawes, y ello por una cuestión elemental: su propia madre formó parte de aquel vasto ejército, inofensivo y laborioso, que mantuvo el orden doméstico de las clases favorecidas. No es casualidad, en tal sentido, que sea el poeta Thomas Hood quien describa las cuitas de una joven costurera (“Trabaja, trabaja, trabaja, / Como el motor que funciona con vapor...”. Pág. 121). Y que sea este mismo poeta, hoy desconocido, el que citen Poe y Baudelaire en una de sus frases más célebres y significativas: “Anywhere out of the word...”, para resumir el cansancio, el spleen, el tedio urbano del Ochocientos. Quiere decirse, pues, que en Hood se recoge la totalidad del fenómeno romántico/ tardorromántico, quien por un lado deplora la paupérrima realidad fabril, el vertiginoso hacinamiento de las urbes, y por el otro sueña con inocentes lejanías que -no obstante- se hallan explotadas por el industrioso occidente.

¿Es necesario recordar que ese vasto y multitudinario Londres es el que sueña, en su lejanía transilvana, el Drácula de Stoker (1893), como una forma abundante de alimentarse; un Londres que ya venía atravesado “por el hilo rojo del asesinato”, según lo describe Sherlock Holmes en su aventura inicial del Estudio en escarlata de 1887? ¿Es necesario señalar que los crímenes del Destripador se darían en esa misma ciudad, entre las desdichadas prostitutas de Whitechapel, en 1888? Como subraya Dawes en esta obra, a ratos enternecedora, a ratos inhóspita, aquella servidumbre utilizada hasta la extenuación, como una joven y dúctil mercancía, vivía en condiciones mucho más favorables que la masa amorfa y desesperada que azotaba las calles de la metrópoli. No en vano, una parte importante de aquellas prostitutas donde Jack The Ripper encontró ominosa diversión, provenían de aquella misma servidumbre, cuyo abrigo habían perdido, acaso por un importuno lance, por un exceso de intimidad, con el señor de la casa.

Esta infinita disponibilidad, de carácter malthusiano, fruto de la segunda revolución industrial, llegaría a su fin con la Gran Guerra, por motivos, también, de naturaleza malthusiana. Tanto la multitudinaria marcha de hombres hacia el frente (que a la vuelta vendrían horriblemente mutilados en cantidades sobrecogedoras); como la necesidad del trabajo femenino en las fábricas, propiciaron el crepúsculo de la servidumbre victoriana-eduardiana. También fomentarían, por iguales motivos, una mayor protección laboral y un engrosamiento del credo feminista, auspiciado por el nada revolucionario Salvation Army. Esto es, propiciarían el nacimiento del mundo occidental, tal como hoy lo conocemos.

Cuando lleguen los años 20, aquel orbe ajardinado y grato de la literatura victoriana no encontrará, quizá, tanta complacencia con su particular clasismo. En Agatha Christie, por ejemplo, advertimos tanto una visión más pérfida y auñona del altiplano social, como una concepción más humana y compleja de la servidumbre, que adquirirá, en ocasiones, un papel protagonista. Cuando llegue la Segunda Guerra Mundial, aquel laborioso ejército con cofia o librea no será sino el residuo pintoresco de otra hora del mundo. En su historia se resume, no obstante, una gigantesca transformación social, cuyo fruto más visible sería lo que Galbraith llamó “la sociedad opulenta”; esto es, la pequeña-burguesía, entusiasta usuaria del electrodoméstico.

La mujer y el Mal

Dawes, oportunamente, recoge los avances en materia laboral de la servidumbre victoriana, y los vincula a cierta idea crepuscular del servicio que abundaba en los tramos altos de la sociedad eduardiana. Recordemos, en tal sentido, la muy tardía parodia de Alfonso Paso, ¡Cómo está el servicio! (1968), protagonizada por Gracita Morales. La historiadora del arte Erika Bornay, en Las hijas de Lilith, ha mostrado el estrecho vínculo cultural entre aquel creciente acceso de la mujer al trabajo (al margen de la numerosa condición servil), y el concepto de mujer fatal que se impondría en el fin de siécle. En ese trayecto, que culminaría en las mujeres pérfidas e irresistibles del cine negro de los 30/40, se habrá obrado esa gran traslación, de la cocina a la fábrica, del yugo doméstico a cierta independencia social y económica, en cuyo concurso tuvo importancia excepcional, como decimos, la más inhóspita de las realidades, la mortífera realidad de la guerra. A ello debe añadirse la técnica aplicada al servicio doméstico. Una técnica cuya ambigua visión -hostil y femenina- se hallaba ya en el deslumbrante robot del Metrópolis de Lang. Y antes en La Eva futura de L'Isle Adam.

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