El tiempo recobrado

Proust, novela familiar | Crítica

La doble y brillante inquisición de Laure Murat en sus antecedentes familiares y la magna obra de Proust alumbra un relato híbrido que defiende el poder transformador de la literatura

Laure Murat (Neuilly-sur-Seine, 1967).
Laure Murat (Neuilly-sur-Seine, 1967).

La ficha

Proust, novela familiar. Laure Murat. Trad. María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego. Anagrama. Barcelona, 2025. 288 páginas. 19,90 euros

Desprovista de nobleza, esto es de las cualidades que no se limitan al linaje, la aristocracia no es más que un residuo de épocas pasadas que sobrevive por mera inercia biológica, siendo en nuestro tiempo la hidalguía, palabra felizmente emancipada de su significado original, un rasgo del espíritu que poco tiene que ver con la continuidad de la sangre. Del poder de esa inercia, sin embargo, da fe el caso francés, que incluso después de la Revolución vio nacer una nueva élite, la llamada aristocracia del Imperio, diferenciada de la del Antiguo Régimen con la que en algunos casos se mezcló, protagonizando junto a ella ese pequeño “gran mundo” cuyo esplendor llegaría hasta el fin de la belle époque, brutalmente concluida en el infierno de las trincheras. En sus dos vertientes, se trata de una clase que la crítica e historiadora Laure Murat, hija del príncipe Napoléon Murat y de la princesa Inès d’Albert de Luynes, conoce de primera mano, aunque se apartó de su familia en la primera juventud y vive desde hace años en Los Ángeles donde ejerce como docente en la UCLA, en un ambiente muy distinto del entorno reconcentrado, endogámico e inmutable que todavía en su niñez, durante los años setenta, seguía aferrado de un modo ya sólo nominal a sus antiguos privilegios. De este conocimiento nace la doble inquisición en sus orígenes y en la magna obra de Proust, un brillante ensayo híbrido que combina la “novela familiar” –en lo que tiene de autobiografía– y una lúcida interpretación del universo proustiano.

La autora desvela los prejuicios de la alta sociedad a la que perteneció por nacimiento

Pese a los importantes reconocimientos que han logrado sus libros, premiados con el Goncourt, el Femina o en este caso el Médicis, el perfil de la autora –que en el texto de la solapa se define, quizá innecesariamente, como “una mujer sin hijos, soltera, homosexual, profesora universitaria, votante de izquierdas y feminista”– podría inducir a pensar que nos encontramos con una de esas lecturas militantes, acogidas al auge de los estudios de género, que analizan la literatura en función de estereotipos. Sería un error porque la novela de Murat, publicada en España por Anagrama, es excelente y su mirada, llena de ricos y delicados matices, no sólo no es prejuiciosa, sino que ayuda a desvelar los prejuicios inherentes a la alta sociedad que retrató Proust en su memorable heptalogía. El punto de partida lo pone la escena de un episodio de la serie Downton Abbey en la que el mayordomo, con “solemnidad sacramental”, mide con una regla la distancia exacta de los cubiertos antes de servir la mesa a los comensales. Ese detalle aparentemente anodino le hace tomar conciencia de la “fuerza muda del código” en una existencia ritualizada y superficial, la de la anacrónica clase en que fue criada, que como dice más adelante constituye “un mundo de formas vacías”, inclinado a la representación inauténtica, refractario al trabajo y estancado en un “interminable canto de cisne” del que ella misma guarda recuerdo directo.

La conciencia de pertenecer a la “raza maldita” se sobrepone a la ruptura de clase

Como bien señala Murat, la visión de Proust sobre la aristocracia dista de ser acrítica. Es verdad que en el autor de la Recherche alentaba, sobre todo en los comienzos, el cronista frívolo, esnob y fascinado por la elegancia mundana, pero a medida que avanza el ciclo y especialmente en las últimas entregas –mucho menos leídas, apunta con razón la estudiosa– ese hechizo inicial se ha transformado en desencanto y deriva hacia un retrato afilado y desmitificador, que en la famosa escena culminante del baile convierte a los personajes antaño idolatrados en “viejos fantoches”, sometidos a la acción deformante del tiempo y sus estragos. La Recherche es en este sentido la “historia de una desilusión” y refleja un “vuelco casi total” de la perspectiva del narrador, que sobre todo a partir de Sodoma y Gomorra no duda en resaltar la vulgaridad, la ignorancia y la hipocresía ocultas tras la vistosa fachada. El relato de Murat alterna con naturalidad los dos focos de interés, de hecho vinculados por la presencia de sus ascendientes en la obra de Proust, y estos se unen de nuevo cuando descubre su predilección por la Venus Urania, detonante de la ruptura con la familia. La conciencia de pertenecer a la “raza maldita” se sobrepone al desclasamiento y Murat no deja de agradecerle al escritor –con palabras de la cineasta Chantal Akerman, adaptadora de La prisionera– haber sido el primero en tomarse “la homosexualidad en serio”.

Como Proust, Murat comprende que la creación puede ser refugio y justificación de vida

Rescatándola de la marginalidad, en efecto, aunque también se trata aquí de la prostitución masculina, Proust le dio un componente universal, que se suma a su don para cambiarles la vida a los lectores, como le ocurrió a ella misma, gracias al poder transformador de la gran literatura, capaz de recrear un tiempo subjetivo donde los hechos adquieren dimensiones reveladoras. Esta cualidad liberadora o salvífica, de reconocimiento y consuelo, fue fundamental en su caso y se explica en el libro sin grandilocuencia, de un modo franco y concerniente, en consonancia con la enseñanza contenida en el último volumen de la serie, El tiempo recobrado, donde el narrador, echando la vista atrás, comprende que la creación puede ser refugio y justificación de vida.

Marcel Proust (1871-1922).
Marcel Proust (1871-1922).

Un mundo abolido

En la autora de Proust, novela familiar confluyen dos estirpes de abolengo, no en vano su madre era la hija mayor del duque de Luynes, “descendiente del favorito de Luis XIII”, y su padre el sobrino tataranieto de Bonaparte, heredero de un mariscal del emperador y de su hermana, o sea de esa “nueva aristocracia sin raíces ni pasado” que tan poco apreciaban los legitimistas. Sin dejar de pertenecer a ese reducto exclusivo, formado por lo que una de las crónicas de sociedad que dio noticia del enlace de los progenitores llamó “dos de los grandes apellidos de la historia de Francia”, ambos tenían personalidades singulares y por ejemplo, dice la hija, al contrario que los “personajes proustianos del Faubourg Saint-Germain”, con la excepción del barón de Charlus, eran buenos aficionados a la lectura. La madre escribió cinco libros de Historia. El padre era considerado un “bicho raro” por haber producido las primeras películas de Louis Malle, incluida la escandalosa Los amantes. El propio Proust había frecuentado el palacete de la bisabuela –“el más hermoso de París”– y esta se acordaba de aquel “plumífero” al que sentaban “en un extremo de la mesa”. Murat hija lo señala como ejemplo de la incapacidad de sus retratados, seres dignísimos pero insustanciales, para captar la grandeza del escritor, rebajado a la categoría de indiscreto gacetillero. Paradójicamente, será Proust quien inmortalice a esos hombres y mujeres reales, a través de sus ficticios trasuntos, en los héroes o villanos de un mundo abolido.

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