El triunfo de lo nuevo

La nueva era del kitsch

En 'La nueva era del kitsch' (Anagrama), Gilles Lipovetsky y Jean Serroy formulan un nuevo estadio del kitsch derivado tanto de la producción y el consumo de masas posterior a la Segunda Guerra Mundial, como de una más amplia consideración estética de los objetos y de su uso lúdico o utilitario

Edificio Louis Vuitton en la 5ª Avenida de Nueva York
Manuel Gregorio González

21 de septiembre 2025 - 06:00

La ficha

La nueva era del kitsch. Gilles Lipovetsky y Jean Serroy. Trad. Cristina Zelich. Anagrama. Barcelona, 2025. 480 págs. 25,90 €

Lipovetsky lleva ya muchos años tratando de acotar la naturaleza última de la sociedad actual, definida aquí como una civilización del “demasiado”. Esta demasía, sin embargo, no se refiere tanto a la producción como el consumo; y tampoco al consumo en su totalidad, sino a aquel que hace ostentación de su carácter consumible, apetecible, perecedero y vistoso. A tal frondosidad inagotable del consumo, cálida y arborescente, Lipovetsky y Serroy la han llamado “neokitsch” o “ultrakitsch”, para distinguirla del kisch originario, propio del XVIII-XX, y cuyo alcance no gozó del grado de generalización presente, por motivos que los autores señalan en su ensayo. ¿Qué es el kitsch para Lipovetsky y Serroy, y qué lo distingue del kitsch contemporáneo, más inclinado acaso hacia lo apresurado y lo volátil? Con la palabra kitsch, Lipovetsky y Serroy hacen referencia al conocido acopio de imitaciones (porcelanas, bibelots, miniaturas, etcétera), con que los salones burgueses quisieron honrar y difundir un canon de belleza. Para ello resultaban necesarios, junto a una sólida capacidad de reproducción industrial, un apetito de esplendor y hermosura, vinculados al confort doméstico.

El kitsch del XVIII-XX fue un kitsch decorativo y burgués, fundamentado en el amor al arte

Esta emulsión de la belleza y el confort la resume ya Gómez de la Serna en su ensayo sobre Lo cursi de 1934: “Lo cursi está creado por el deseo de abrigar bien la vida y consagrar su contoneo”. Definición de la que Ortega extraería su célebre apreciación de que “lo cursi abriga”. Pues bien, esa misma calidez, amparada por un ideal estético, al cual se imita en reproducciones más o menos aceptables, es el que Lipovetsky y Serroy llaman “el kitsch de los cien años”. Un kitsch decorativo y burgués, fundamentado en el amor al arte, una de cuyas expresiones más logradas pudiera hallarse en el modernismo, el art nouveau, gracias a su amplísima difusión en la cartelería publicitaria de la época. El neokitsch actual, acelerado y de apariencia acrítica, responde a un incremento de los fenómenos masivos que impulsaron aquella cursilería del entresiglo. Serán, pues, las economías de escala en la inmediata posguerra (“la sociedad opulenta” según la define Galbraith), las que perfeccionen y varíen cualitativamente y cuantitativamente los comportamientos sociales, inclinando a la sociedad, no solo occidental, hacia un consumo masivo y ostentoso que parece ignorar o eludir, voluntariamente, el “buen gusto”.

Hay algunos hechos, implícitos al discurso de La nueva era del Kitsch, que explican con suficiencia esta, llamémosle, “vulgarización” del gusto. Uno primero es aquel cambio estético hacia la pureza y la simplicidad de formas, exigida por las vanguardias de primeros del XX, que vinieron vinculados a la utilidad de lo creado y a su fabricación en serie. Esto es, al diseño industrial y al soberbio arte publicitario de aquella hora, que toma expresión en la Bauhaus; pero también a la arquitectura lineal y exenta que formula Loos en Ornamento y delito. En este primer paso, fueron la belleza clásica y el lujo ornamental los que resultaron manumitidos expeditivamente. Un segundo paso, obrado por Duchamp y ampliado por Warhol, es aquel que convierte en arte cualquier objeto; y en mayor modo, todo ese arte vinculado a la industria y la publicidad, que será, no solo objeto preferente de deseo entre las masas, ávidas de consumo, sino que permitirá un concepto de arte mucho más flexible y amplio -un arte popular, un pop art, en muy diversos sentidos-, que desplaza el concepto de lo artístico, o la propia idea de belleza, hacia una ambigüedad constitutiva. A ello se suman, como indican Lipovetsky y Serroy, la emotividad, en ocasiones pueril, con que se promocionan exitosamente los productos industriales; así como una necesidad de ostentación, por parte de las élites económicas, que pudiera tener su origen en el propio éxito de la sociedad de consumo y su satisfacción generalizada de las necesidades comunes.

Es, pues, esta infinita capacidad de fabricación e imitación de lo nuevo, a precios accesibles (el arte clásico ya es solo un modelo, una moda, preterida entre otras muchas), la que conforma esta era del kitsch, cuyo carácter lúdico e intercambiable es consecuencia misma de lo expuesto. En cierto modo, el abrigo y edulcoración del neokitsch sería un múltiplo exponencial del antiguo kitsch, pero sin la restricción estética de un único canon y sin la necesidad de atesorar productos infinitamente reproducibles, en perpetua mutación, ofrecidos a un valor minúsculo. En tal sentido, y como recuerdan sus autores, la civilización del exceso es tanto la civilización del souvenir como la era de la extravagancia y el siglo de las marcas.

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