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Dos espíritus libres

La vida de Chéjov | Crítica

Salamandra publica una nueva traducción de la biografía que Irène Némirovsky dedicó a su admirado Chéjov, nacida de un sentimiento de afinidad e identificación con su figura

Irène Némirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942).

La ficha

La vida de Chéjov. Irène Némirovsky. Traducción de José Antonio Soriano Marco. Prólogo de Mercedes Monmany. Salamandra. Barcelona, 2022. 192 páginas. 17 euros

Espectacularmente recuperada tras el tardío descubrimiento de su gran novela inacabada, Suite francesa, Irène Némirovsky permaneció largo tiempo en el olvido pese a la popularidad y el prestigio crítico de los que había disfrutado en el periodo de entreguerras. Nacida en Kiev, en el seno de una familia de origen judío que marchó al exilio tras la caída del imperio de los zares, Némirovsky dominaba el francés desde niña y una vez establecida en París eligió ese idioma como lengua literaria, pero del mismo modo que otros expatriados no olvidó nunca su cultura de procedencia. Lo vemos con claridad en la única biografía que escribió, homenaje a uno de sus narradores predilectos y testimonio de una doble y profunda familiaridad con su país de origen y la literatura rusa de la edad de oro. Aunque Némirovsky había avanzado un fragmento de la obra en mayo de 1940, en vísperas de la Ocupación alemana de Francia, La vida de Chéjov no fue publicada en su integridad hasta 1946, cuatro años después de su deportación y asesinato en Auschwitz. Conmueve saber que acabó de redactarla cuando ya era una proscrita, víctima de las leyes raciales y en última instancia de las ideologías totalitarias del siglo. Frente a la barbarie se alzan la personalidad y los ideales de biógrafa y biografiado, pues no en vano y hasta cierto punto, como bien señala Mercedes Monmany, prologuista de la nueva edición española, ambos escritores –“dos espíritus libres, misteriosamente cercanos”– tuvieron “vidas paralelas”.

El retrato de Némirovsky transmite el afecto y la simpatía que reservamos a los amigos íntimos

Escrita desde la admiración hacia la obra de Chéjov, pero también desde un sentimiento de afinidad y hasta de identificación con su figura, la hermosa semblanza de Némirovsky, aunque bien documentada, sobre todo a partir de la correspondencia, se lee como una vie romancée en la que la autora usa de los mismos recursos narrativos que en sus novelas. Nacida un año antes de su muerte en 1904, Némirovsky no pudo conocer a Chéjov, pero su personalísimo retrato, que lo convierte en personaje de una narradora casi omnisciente, transmite el afecto y la simpatía que reservamos a los amigos íntimos. Al contrario que la primera, que nació en el seno de una familia acaudalada y sólo al final se vio obligada a pasar penalidades, el segundo vivió casi siempre con estrecheces y apenas llegó a disfrutar de la fama y la posición ganadas, pues era consciente de que su enfermedad, la tuberculosis, no le permitiría hacerlo por mucho tiempo. Némirovsky no sabía aún que también moriría joven, pero se veía reflejada en la infancia infeliz de Chéjov y sobre todo en su temperamento escéptico, batallador e independiente.

Los pasos del escritor le sirven para trazar un espléndido panorama de la vida en Rusia

Nieto de un siervo que había comprado su libertad y la de sus hijos con los ahorros de toda una vida, antes de la abolición oficial de la servidumbre, Chéjov nació en Taganrog, a orillas del mar Azov, una pequeña ciudad portuaria entonces en decadencia. Gracias al contraejemplo de su padre, un hombre devoto y aficionado a la música –no “malo ni tonto”, pero despótico– que inculcaba la religión “a latigazos”, desarrolló una perdurable alergia al autoritarismo. Su niñez, en un ambiente de pobreza, transcurrió entre la tienda familiar, la iglesia y los estudios. A partir de ahí, Némirovsky relata la temprana fascinación por el teatro, los estudios de medicina en Moscú, los primeros éxitos como autor de “ocurrencias, bufonadas” con las que sólo pretendía ganar algo de dinero, la trayectoria de los hermanos, la conciencia del talento y el comienzo de la popularidad, los éxitos y fracasos como dramaturgo, el viaje al infierno siberiano de la isla de Sajalín, las aventuras sentimentales o la complicada relación con su mujer, la actriz Olga Knipper. Los pasos del escritor le sirven para trazar un espléndido panorama de la vida en Rusia durante las décadas finales del siglo XIX y el comienzo del XX, que transcurría entre la resignación de la provincia, el “pánico a cualquier novedad”, materializado en la censura y la represión por parte de la autoridad zarista, y una creciente agitación que anunciaba los estallidos revolucionarios.

El tono chéjoviano proviene de la combinación de naturalidad, buen humor y melancolía

En muchos momentos, el relato de Némirovsky tiene un deliberado tono chéjoviano, fruto de esa combinación de naturalidad, buen humor y melancolía que asociamos a su manera. Duro con los poderosos y solidario con los desheredados, el “más humano de los hombres”, como reiteradamente lo define, era “cortés y sosegado, alegre y ecuánime”, y se aplicó desde el principio a “buscar un camino propio”. Detestaba las “palabras grandilocuentes y las verdades predicadas por un clan”. Si se trataba de elegir un modelo que oponer a las brutales consignas de las tiranías, a su exaltación del gregarismo y la pureza despiadada, nadie como el imperfecto Chéjov, pese al burdo intento de apropiación soviética, ofrecía un perfil más adecuado.

Antón Chéjov (Taganrog,1860-Badenweiler, 1904).

Una compasión lúcida

Más allá de la emotiva recreación del hombre que fue Chéjov, Némirovsky deja algunos apuntes críticos que ponen de relieve su buen juicio. Define por ejemplo a Katherine Mansfield como su “heredera espiritual”, que como su predecesor elige “lo cotidiano, no lo excepcional”, y matiza la habitual comparación de sus cuentos con los de Maupassant, pues frente a los “mecanismos impecables” del francés, las narraciones del ruso son “seres vivos, con sus defectos y cualidades de seres vivos”, en los que alienta “la misteriosa vibración de la vida”. Atribuye a su condición de médico la práctica de un arte aparentemente distanciado que ofrece “diagnósticos precisos, sin piedad morbosa, pero con una profunda empatía”. Y brilla en particular a la hora de explicar su alejamiento del gigante Tolstói, cuya “fe torturada” distaba mucho del “descreimiento sereno” de Chéjov, por completo ajeno al didactismo moralizante. El aristócrata filántropo, “gran prohombre, idealizaba a los pobres”. El plebeyo autor de Tío Vania, en cambio, los conocía demasiado bien “para sentir por ellos algo más que una compasión lúcida”. Fueron esa mirada compasiva, pero exenta de sentimentalismo, junto a la “exigencia interior” y el deseo de perfeccionamiento, los que le permitieron describir con insuperable maestría las vidas ajenas.

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