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Análisis

Jesús Bores Sáiz

Abogado

Recuerdos de fray Carlos Amigo

AL conocer el fallecimiento del cardenal Amigo, no he podido resistirme a escribir estas líneas –por justicia, gratitud y reconocimiento–, al haber tenido el inmerecido privilegio de colaborar con él y haber gozado durante muchos años de su amistad y confianza, cuando tuve la fortuna de ser un modesto testigo más que ocasional de su actuación al frente y como máximo responsable de la siempre importante y difícil Archidiócesis Sevillana.

No resulta nada temerario recordar las dificultades que atenazaban a la Iglesia Católica en nuestro país cuando fray Carlos llegó a Sevilla procedente de Tánger, apenas unos años tras el cambio de régimen político, la nueva a confesionalidad del Estado, la existencia de distintas tendencias en su seno y, en nuestro caso, además, la complejidad y diversidad de Sevilla y su entorno.

Conocí a fray Carlos Amigo recién incorporado a nuestra Archidiócesis, con motivo de los múltiples y profundos problemas económicos y jurídicos con los que se encontró, como consecuencia de su precaria situación económica y patrimonial, ante la grave crisis de la entidad editora de El Correo de Andalucía, la deficitaria situación de los importantes edificios donde se desarrollaban actividades eclesiásticas y pastorales…… (la Catedral, el Palacio Arzobispal, el Seminario Diocesano, el centro de San Juan de Aznalfarache, el estado de muchas parroquias, de los Venerables…) y sobre todo la necesidad de atención al clero y a su imponente obra social.

A pesar de la apertura de la Iglesia Sevillana en aquellos complicados tiempos del Cardenal Bueno Monreal, mucho había que hacer y mucha ilusión, talante y talento que poner, para adaptarse a las nuevas circunstancias del esperanzador régimen democrático español y ejercer la nobilísima y necesaria función pastoral y social.

Pues bien, visto con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, podemos concluir que la labor realizada en las circunstancias aludidas y durante todo el tiempo que pasó en Sevilla fue mucha, impecable y fructífera, a pesar de los obstáculos, incomprensiones y sinsabores del camino.

Ante la evidencia de la labor realizada, y sin querer ser exhaustivo, baste recordar la evolución, restauración, destino y actividades desarrolladas en la Catedral, el Palacio Arzobispal, el centro de San Juan de Aznafarache, el Pabellón Vaticano de la Expo 92, los Venerables, el nuevo Seminario, El Salvador, el Convento de Santa Clara y la residencia de sacerdotes, la construcción y reparación de Templos...

Conviene también resaltar lo que supusieron los dos viajes del Papa Juan Pablo II a Sevilla, el Congreso Eucarístico Internacional y todos los demás eventos organizados durante su mandato.En lo tocante a la adaptación de las normas canónicas y eclesiásticas a los nuevos tiempos, merece la pena destacar la difícil tarea, y no siempre bien comprendida por algunos, en el giro y modernización de nuestras Hermandades y la adecuada convivencia con las mismas, bajo su Jerarquía. La moderna regulación de los columbarios…

De otra parte, sin renunciar a sus principios y valores que siempre defendió, resultan incuestionables y dignas de reconocimiento, las fluidas, flexibles y respetuosas relaciones que durante su pontificado siempre mantuvo con las Administraciones y poderes públicos, de todas las ideologías, las fuerzas económicas y sociales y todo tipo de Instituciones civiles de nuestra comunidad. Abierto al diálogo con todos, siempre actuó con prudencia, paciencia y rigor, sin renunciar a nada de lo que entendía debía defender.

Su intensa labor pastoral la llevó a cabo de una forma cercana a sus parroquias, instituciones y a “sus ovejas”, que siempre fueron conscientes de su disposición. El crecimiento de Cáritas Diocesana y de su obra, así como las de las Fundaciones y Asociaciones a las que pertenecía o apoyaba también fue ingente.Y todo ello sin perjuicio de su siempre callada y quizás no resaltada labor y actuación en la Conferencia Episcopal Española y en los importantes y muchas veces comprometidos encargos y trabajos encomendados por el Vaticano en problemas de las zonas conflictivas de las tres culturas y de Latinoamérica.

Si resulta arduo expresar toda su labor pastoral y social, no quiero olvidarme de sus muchas homilías, publicaciones, pastorales, conferencias y libros que nos descubren a un intelectual de primer nivel y un personaje totalmente comprometido con la sociedad de nuestro tiempo.

Personaje entrañable, afectivo, sencillo –a pesar de las apariencias iniciales– en la organización de su trabajo resultaba una persona tremendamente moderna. Desde que le conocí, me sorprendió su capacidad de organizar equipos competentes, su capacidad de delegación y la total confianza que depositaba en las personas en las que delegaba. No quiero olvidarme aquí de los tres Secretarios-Cancilleres que conocí durante su mandato (don Manuel Benigno García Vázquez, don Francisco Navarro Ruíz y don Carlos González Santillana) los dos Vicarios Generales (don Antonio Domínguez Valverde y don Francisco Ortiz Gómez), el Ecónomo Administrador (don Rafael Cano), los miembros del Consejo Diocesano, los del Consejo Económico que presidió durante mucho tiempo el inolvidable e intachable D. Ángel Olavarría Téllez, Consejo este último con el que siempre contó en todos los asuntos de trascendencia económica y con los que se consiguió una transparencia y publicidad inusual en las cuestiones diocesanas. Y qué decir de su Secretario, chófer, colaborador, todoterreno, Hermano Pablo. Listo, prudente, siempre sonriente y dispuesto.

En la hora de su marcha, sólo queda recordar todo lo mucho y bueno que hizo por Sevilla y su Archidiócesis, dejando una huella imborrable y muy difícil de superar.

Como sevillano de a pie, sólo me queda reiterarle las gracias por todo.

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