Quisiera escribir hoy aquí de quienes madrugan día tras día para coger trenes, autobuses, coches y metros y acudir a la oficina o a la fábrica, a la tienda, al bar o a la cola del paro. De quienes se ven obligados a abandonar el centro de sus ciudades y a vivir lejos de sus lugares de trabajo y de los espacios más humanizados y habitables, y por lo tanto, más inspiradores y saludables, porque los así llamados fondos de inversión, primero, y todo hijo de vecino con alguna propiedad, después, se han dedicado, con el permiso de los sucesivos gobiernos nacionales, autonómicos y municipales, a montar un negocio de lujo a expensas de un derecho fundamental que se suponía inalienable e innegociable. De quienes viven con lo puesto y no tienen tiempo ni ganas ni por supuesto capital para invertir en ese mundo intocable de apuestas legales donde, si ganas, todo es tuyo, y si pierdes, los gobiernos se encargan de rescatarte para que tu mierda no salpique o, directamente, haga saltar por los aires el sistema financiero del que depende la subsistencia de todos los demás (valga ahora el caso del Silicon Valley Bank). De quienes han tenido que soportar una subida del precio de la luz de hasta un 470% en un año porque alguien nos vendió la idea de que la liberalización de los mercados energéticos era lo mejor que nos podía pasar después de la invención de la rueda; lo que ha dejado, por un lado, a mucha gente muerta de frío, y, por otro, a las compañías eléctricas obteniendo los mayores beneficios de su historia, ¿no es maravilloso?

Pero no se levanten todavía.

Quisiera escribir hoy aquí de quienes tienen que aguantar que la CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales), también llamada la patronal, cuyo presidente gana unos 400.000 euros al año, se oponga en sesión continua a cualquier tipo de mejora salarial. De quienes, con sus impuestos, es decir, con sus trabajos y sus sueldos miserables, financian y sostienen un servicio público de salud permanentemente amenazado por la insaciable avaricia de los liberalizadores de mercados y la gestión inútil y torticera de ciertas administraciones públicas. De quienes llevan a sus hijos a los colegios públicos de este país y tienen que soportar el agravio comparativo con los colegios concertados, así como la ignominiosa desigualdad respecto a los privados; el deterioro de una Educación Pública siempre en entredicho, siempre saboteada precisamente por quienes tratan de convertirlo todo en un negocio: la propia educación, la sanidad, la vivienda y la energía necesaria para la supervivencia.

Quisiera escribir de quienes entran en el supermercado dispuestos a realizar esa compra fantástica y saludable que, con frívolo entusiasmo, nos invitan a realizar desde todas las instancias habidas y por haber, y salen, sin embargo, sintiéndose culpables porque el presupuesto sólo (otra vez con tilde) alcanza para llenar el carrito de productos ultraprocesados y otras bondades industriales. De quienes no tienen tiempo ni fuerzas para salir a hacer el ejercicio físico recomendado por esas mismas instancias que nos animan a comer mucho pescado, frutas y verduras a precios inasumibles.

En definitiva, quisiera escribir sobre nosotros, esos parias que nos hemos pasado la vida aguantando el nepotismo, el egoísmo, la hipocresía y la violencia de toda esa

“gente de bien” que campa a sus anchas por el mundo tratando de imponerle al resto la razón única e indiscutible de su dinero, su fe o su patria. ¿Por qué consentimos que los especuladores nos echen de nuestras ciudades?, ¿Por qué aceptamos que nos suban el precio de la luz, de la vivienda y de la comida cuando las grandes empresas energéticas, inmobiliarias y alimentarias siguen repartiendo unos beneficios inmorales entre sus directivos y accionistas? ¿Por qué, nosotros, cuyas vidas y trabajos están reglados, limitados y supervisados, permitimos que los mercados del capital operen de forma incontrolada y a todas luces inconsecuente y contraria a los intereses del bien común? ¿Qué dice todo eso de nosotros? ¿De verdad que no hay nada que podamos hacer? ¿Es suficiente acudir graciosamente a votar cada cuatro años?

Algunas noches, al apagar Netflix antes de irme a la cama, he sentido un escalofrío, cierto vértigo, una creciente sensación de pánico. ¿Hay alguien ahí?, le pregunto angustiado al negro vacío del televisor.

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