Análisis

Joaquín Aurioles

El órdago catalán y la desigualdad

La desigualdad es el mayor asesino del mundo (J. Ghosh, 2022), como se deduce del elevado número de fallecidos esperando la vacuna que no llegó. El Informe sobre la desigualdad global 2022 (World Inequality Lab) explora el problema y apunta que la mitad de la población más pobre recibe el 2% de los ingresos mundiales, mientras que el 10% más rico las tres cuartas partes del total. También dice que el ingreso medio del 50% de la población más pobre en España (11.220 euros/año) es ocho veces inferior al del 10% más rico.

Pese a ello, estamos en la parte menos desigual del planeta, Europa, aunque a bastante distancia de los países del norte. Lo peor es que, según la Fundación Alternativas con datos de Eurostat, la desigualdad en España ha aumentado desde la pandemia. Coincide con el Observatorio Social de La Caixa (enero, 2022), que nos sitúa como el quinto más desigual de Europa, y con Foessa (julio, 2022) en su análisis de la Encuesta de Condiciones de Vida.

Para medir la desigualdad se utiliza el índice Gini, que toma valores entre 0 y 1, siendo 1 el de máxima desigualdad. En España hemos pasado de un valor 0,294 en 2002 a 0,326 en 2019 y hasta 0,339 en 2021. Los datos son contundentes. Somos un país desigual, si nos comparamos con el resto de Europa, y cada vez más, pero precisemos el concepto.

Una forma de maximizar la igualdad sería repartir la riqueza nacional en partes iguales entre toda la población. Todos iguales y sin necesidad de esfuerzo, lo que evidentemente se traduce en un incentivo perverso para la prosperidad del país y al final todos pobres. La opción de recibir en función de los méritos estimula el trabajo y el esfuerzo como forma de progreso. El problema es que, cuando existe desigualdad de base, las posibilidades de desarrollo de las capacidades personales no son las mismas para todos y el resultado puede ser más desigualdad. Se puede corregir en parte con políticas sociales y fiscales, pero cuando en estas últimas el objetivo recaudatorio se impone sobre el redistributivo, la carga fiscal termina cayendo sobre las clases medias y bajas y el resultado tiende nuevamente a la desigualdad.

El concepto de igualdad de oportunidades reúne lo mejor de los anteriores y sortea aceptablemente sus inconvenientes y es lo que está en juego tras la llamada del independentismo catalán a la negociación bilateral de la financiación autonómica. Somos un país desigual por, entre otras razones, los privilegios fiscales de unos territorios frente a otros y Andalucía ha estado siempre en la parte perjudicada. La respuesta circunstancial del PSOE, a través de la ministra de Hacienda y diputada andaluza Montero, indica predisposición a canjear privilegios fiscales por apoyo a la investidura de Sánchez.

Nos inundarán de justificaciones y evasivas, pero todo privilegio tiene un perjuicio como contrapartida y es fácil imaginar el resultado para Andalucía. Profundizaremos en las causas de la desigualdad en futuras tribunas, pero adelantemos que el peso político es una de ellas y también el adagio de que la voz es poder (M. Yousafzai. Nobel de la Paz 2014). Quien no tiene voz no existe y está condenado a la resignación.

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