PARA el próximo miércoles está programado el comienzo del funcionamiento del LHC (Large Hadron Collider), o Gran Colisionador de Hadrones, que el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear (CERN) ha construido y situado en un túnel bajo la frontera franco-suiza. Se trata de un acelerador de partículas, el más grande del mundo en su clase, que intenta desentrañar misterios como la estructura última de la materia, las propiedades de las fuerzas fundamentales y las leyes que gobiernan la evolución del Universo. En términos vulgares, el carísimo y formidable ingenio -el túnel en el que descansa tiene 27 kilómetros de circunferencia- será capaz de producir haces de partículas con siete veces más energía que cualquier máquina anterior, una cifra que será 30 veces más intensa cuando el aparato alcance su pleno rendimiento en 2010.

Más que por su interés científico, la noticia ha saltado a los medios de comunicación porque parece no haber consenso sobre las consecuencias de lo que se intenta realizar. Hace unos meses, se planteó, por los investigadores Luis Sancho y Walter Wagner, una demanda en Hawai contra el CERN, sobre la base de que la activación de este acelerador colisionador de partículas podría generar materia quark extraña que se coma la materia normal o incluso micro-agujeros negros que, en lugar de evaporarse y desaparecer, crezcan y absorban la materia a su alrededor, capaces, por tanto, de destruir la Tierra. La demanda fue desestimada y mereció el reproche del IFCA (el Instituto de Física de Cantabria, colaborador en las investigaciones) con el argumento -desconcertante para un lego- de que en el caso de que se produjeran agujeros negros, éstos "serían del todo inofensivos".

Recientemente, la seguridad del LHC ha sido puesta de nuevo en duda. Un grupo de científicos presentó la pasada semana denuncia ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, con el fin de paralizar el arranque del acelerador. La petición, que finalmente no ha sido atendida, fue firmada, entre otros, por el bioquímico alemán y teórico del caos Otto Rössler y coordinada por el vienés Markus Goritschnig, al considerar el riesgo lo suficientemente alto como para que la prueba se cancelara.

Y en ésas estoy, a la espera de que los disidentes no lleven razón y de que el 10 de septiembre no sea la fecha del principio del fin del mundo. Un pelín acojonado, la verdad, porque si bien es cierto que las ciencias adelantan que es una barbaridad y que no hay peligros que la amedrenten, también lo es (siempre lo fue) que la curiosidad -y la soberbia de quienes no reconocen límites intangibles y juegan a provocar big-bangs en miniatura- pudiera acabar tragándose al puñetero gato.

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