La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El gazpacho que sufrimos en Sevilla
Cualquier ciudad conserva retazos de su pasado a través de sus edificaciones históricas y sus árboles, siendo elementos complementarios que pueden definir en conjunto lugares legendarios. En muchas ocasiones, uno o varios ejemplares de una especie arbórea imprimen su propio sello a un rincón, una calle, una plaza, convirtiéndose la misma planta en un monumento que se ensambla de forma indisoluble con piedras o fuentes centenarias. Una urbe con ansias de eternidad ha de mantener esa integración, conservar la herencia adquirida y avanzar en un camino que mantenga su esencia primordial fraguada a lo largo de los tiempos.
Existen árboles en Sevilla que ofrecen su carácter singular a determinados ámbitos, aportando un valor adicional al entorno en el que se desarrollan. Un viejo magnolio extiende sus ramas en un enclave privilegiado de la avenida de la Constitución besando los muros de la Catedral, guardando historias y sentimientos en sus brillantes hojas y sus espléndidas flores de origen milenario; majestuosos laureles de Indias enaltecen las plazas de la Encarnación o de San Leandro, hermanados con artísticas fuentes -antiguos manantiales de servicio público- que han sufrido viajes novelescos por los aires sevillanos; relucientes granados aportan sus deslumbrantes flores anaranjadas y sus rojos frutos a la sugestiva plaza de Santa Isabel, junto a la excelsa portada manierista de la iglesia del convento, conformando uno de los cuadros más hermosos de todas las plazuelas hispalenses; sugerentes naranjos en las plazas de Doña Elvira, de la Alianza y de Santa Marta se yerguen altivos intentando captar la luz divina y los eternos efluvios amorosos de don Juan Tenorio y doña Inés; hermosas jacarandas envuelven con sus brazos teñidos de malva la fuente de las cuatro estaciones de La Pasarela; mayestáticos ficus con volátiles raíces en las plazas del Cristo de Burgos o del Museo; vetustos laureles vigilan la Torre de Don Fadrique y las columnas romanas de la calle Mármoles; álamos blancos de la Alameda de Hércules...
La antigua Híspalis ha de mimar su arboleda igual que ha de mantener el pavimento tradicional, sus monumentos históricos, los museos, sus callejuelas. Los árboles nos proporcionan mucho a cambio de poco, pues nos ofrecen sombra, oxígeno, cobijo y alimento para las aves, aromas, belleza, añoranzas... Se entroncan en nuestras vidas y, si son arrancados de raíz, se extirpa también un trozo de nuestras almas, de las vivencias e ilusiones de la niñez, cuando jugábamos en la plazoleta cercana al amparo de un añoso árbol o intuíamos la pasión amorosa de la naciente adolescencia bajo sus sensuales flores...
"¡Árboles!/ ¿Habéis sido flechas caídas del azul?/ ¿Qué terribles guerreros os lanzaron?/ ¿Han sido las estrellas?/ Vuestras músicas vienen del alma de los pájaros,/ de los ojos de Dios,/ de la pasión perfecta./ ¡Árboles!/ ¿Conocerán vuestras raíces toscas/ mi corazón de tierra?" ( Árboles, Federico García Lorca).
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