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Alberto Marina Castillo

Archipiélago Juan Fernández

Juan era, como se ha escrito, ejemplo de buen maestro y de maestro bueno

29 de febrero 2024 - 01:00

Bromeábamos a propósito de nuestro profesor predilecto, en primero de carrera de todas las filologías, que compartían por entonces una de esas aulas de gradas crujientes –Agustín García Calvo la bautizaron recientemente– de la sevillana Fábrica de Tabacos, donde aprendíamos latín: “Ningún hombre es una isla... ¡excepto Juan Fernández!”. Si funcionaba el chiste facilón y algo pedante –como corresponde a unos gansos de primer curso a los que cabría perdonar ese alarde de lecturas y a quienes el profesor habría consentido esas bromas– era por antinomia, claro, pues aunque compartiera nombre con la isla chilena en que naufragaran Robinsón Crusoe y su trasunto real, el marinero Selkirk, nadie como nuestro añorado maestro para corroborar el lema de John Donne famoso: Juan era, como han dejado escrito dos de sus mejores amigos, Socas y Ramírez, ejemplo machadiano de buen maestro y de maestro bueno. Como tal y como pocos, servía a sus estudiantes más despiertos y entusiastas de puente con la mejor Filología, con lo más granado en el inabarcable campo de las Humanidades, entiéndase que sin limitaciones temporales ni espaciales, dado que en sus clases o charlando con él iban aflorando referencias de lo más diverso: de los titulares de la mañana a Truffaut, de Yourcenar a Marcial. No dejaba de insistir –siempre con las palabras justas– en el enriquecimiento que le procuraba el contacto con los estudiantes, los eternamente jóvenes, cada curso y más allá de la carrera (pues era de esos profesores a quienes, muchos años después, los antiguos alumnos seguían saludando con emoción).

Por matizar sin salir de ese ámbito metafórico con el que bromeábamos, Juan me evoca hoy aquella “condición peninsular” esbozada por Amos Oz, ampliando además el lema de Donne, en Contra el fanatismo: “Me atrevo humildemente a añadir a esta maravillosa sentencia que ningún hombre ni ninguna mujer es una isla, pero que cada uno de nosotros es una península, con una mitad unida a tierra firme y la otra mirando al océano”.

A menudo –como ocurre con otros amigos que marcharon, con los abuelos y hasta con esas figuras veneradas a quienes no llegamos a conocer más que por imágenes o mediante palabras– sentimos más su pérdida cuando nos agobia el mundo y buscamos respuestas. Cuántas veces no me habré preguntado últimamente: y Juan, ¿qué diría de esto? Consultamos hoy la wikipedia, que no existía entonces, y enmendamos la errada cartografía de los sueños: el chiste fácil iba más desencaminado aún de lo que pensábamos, pues resulta que Juan Fernández no es una isla, sino un conjunto de ellas. Y ello redondea –justicia poética– lo que aquellos pipiolos de primero de Filología acaso intuíamos: Juan Fernández es, para los que tuvimos la fortuna de conocerlo y aun para los estudiantes que hoy nos oyen –¿no es verdad, Rosa?– hablar de él en tantas ocasiones, un archipiélago de rostros, de lecturas, de sabios consejos y mejores recuerdos que uno atesora y reencuentra hoy en los amigos.

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