Biarritz

Poco queda de los años dorados, pero Fernando Castillo ha rendido un gran tributo a su memoria

El solo nombre de la ciudad sugiere refinamiento, veranos antiguos y una idea del Atlántico que no queda lejos de la sensualidad mediterránea, pero el mítico enclave vascofrancés, en otro tiempo referente internacional del glamour, tiene también un reverso menos brillante, signado por la melancolía. Ambas dimensiones han sido abordadas por Fernando Castillo en una deliciosa semblanza de la ciudad balneario, Memoria de Biarritz, que vuelve a demostrar sus dotes como excelente historiador de la cultura, capaz de sintetizar la erudición derivada de múltiples lecturas e inquisiciones en una prosa entre narrativa y ensayística, enormemente sugestiva. De su familiaridad con las sinuosidades del París de la Ocupación, recreado por Modiano y glosado por el mismo Castillo en páginas iluminadoras, le viene al memorialista el interés por otras ciudades que más allá de su significación histórica se han convertido en territorios literarios, entre ellas el Vichy donde estableció su capital el régimen colaboracionista del mariscal Pétain, el Madrid asediado de la Guerra Civil o el Tánger de la época del Protectorado, pero su evocadora aproximación al primitivo puerto de pescadores del Labourd parte también de los recuerdos familiares de un biarrot de adopción, como él mismo se define, que heredó una colección de postales y el relato de un viaje de los bisabuelos en vísperas de la Gran Guerra, testimonios de la Belle Époque en sus últimos compases. Consta que el propio Bonaparte emuló a los locales en la entonces extravagante costumbre de los baños de mar, si bien la conversión de Biarritz en un distinguido lugar de veraneo data del Segundo Imperio, con la llegada de Napoleón III y Eugenia de Montijo, que construyeron lo que sería el Hôtel du Palais e inauguraron los años dorados. Junto a los integrantes del Gold Gotha, sin embargo, aristócratas y magnates de toda procedencia, sumados a la gran burguesía, cuya huella pervive en las villas de caprichosa arquitectura, encontramos en el recuento a gentes muy diversas y no siempre exquisitas, escritores y artistas, por supuesto, pero también espías, aventureros, vividores o maleantes. Y exiliados de los grandes conflictos del Novecientos, rusos blancos, españoles monárquicos o luego republicanos, nazis y resistentes, gánsteres y terroristas. Después de los locos veinte, Biarritz se iría tiñendo de un aire crepuscular, como de vieja gloria, apenas atenuado tras la reinvención como destino de surfistas. Poco queda de la ciudad que fue epicentro de la elegancia, dice Castillo, pero tanto su recorrido por la historia como el itinerario sentimental son el mejor tributo a su memoria.

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