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La ciudad y los días

Carlos Colón

Bienvenido, amable febrero

ADIÓS, antipático enero. Bienvenido sea el amable febrero que nos pondrá a las puertas del espléndido marzo. Enero es un mes estúpido, que empieza y termina demasiado tarde: nace el 7, porque es sabido que los anteriores son, en realidad, el 32, 33, 34, 35, 36 y 37 de diciembre por ser aún días navideños; y muere despacio, porque la distancia se multiplica cuando se anda cuesta arriba. En Sevilla, además, el 37 de diciembre (oficialmente seis de enero) pone ya los cuerpos con ganas de cherotachero, días largos, aire tibio y azahares. Como septiembre, otro mes estúpido además de pegajoso, ni verano ni otoño, porque aquí las calores duran hasta octubre y las dulzuras del otoño las traen los Santos y los Difuntos, enero es un mes sin tierra bajo los pies; un mes pasillo que se atraviesa camino de otro -no uno de esos meses habitación, como noviembre o marzo, en los que apetece quedarse-; un mes que sólo se puede definir negativamente, porque es el cementerio de la Navidad y aún no lo tensa el gozo de la espera cuaresmal; un mes traicionero que engaña tanto con sus breves fríos punzantes como con sus pequeñas primaveras mentirosas. Los sevillanos que vivimos esperando las promesas de la ciudad y de sus días burlamos enero con nuestra impaciencia, disfrutando de esa primavera portátil de la que escribió Adriano del Valle y de la Semana Santa vertical de los altares de cultos de nuestras hermandades: la procesión va por dentro, en enero. Y desde ayer va un poco más por fuera, buscando la luz de marzo.

El miércoles que viene será el de las cenizas. Sabiéndolo, la savia empujará con más fuerza para que broten los botones que a duras penas contendrán la urgencia del azahar, las calles se harán a la hechura de los pasos, los balcones se convertirán en palcos, las túnicas resucitarán en los armarios, las casas de hermandad bullirán -ahora sí: cuando los hermanos así lo quieren- con esa vida que la retórica cofrade dice que deben tener todo el año, y veremos ese primerísimo y fantasmal nazareno -negros ojales vacíos de ojos, antifaz colgando sin cuerpo sobre el que caer- cuando nos crucemos con quienes vuelven de la calle Alcaicería llevando su capirote nuevo cubierto por el antifaz como alegres Judit portando las cabezas de un Holofernes nazareno.

Mientras escribo, en esta primera mañana de febrero, un dubitativo sol toca por primera vez este año mi mesa de trabajo, bajo la ventana se oye el ajetreo de los operarios que están desbrozando el camino del azahar y por la escalera sube el perfume amargo de las naranjas caídas que se desangran en la calle.

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