¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La revolución del pesebre
CORRER, casi siempre, es de cobardes, y en la mayoría de las ocasiones obedece a un miedo repentino e infundado. Sí, comparto la máxima atribuida a de uno de los mejores zurdos que ha dado el fútbol andaluz, Rogelio Sosa: correr es de cobardes, salvo que uno lo haga en una cinta estática y no se mueva del sitio. Además de la sudoración súbita, del aumento de las pulsaciones, del temblor de las extremidades, correr es uno de los signos más obvios de que alguien es presa del pánico, del miedo. Leí hace poco en un libro una frase que se me quedó grabada: "La felicidad no es sino la ausencia de miedo". Puede ser. No tener miedo a perder la salud, el trabajo, a ser abandonado por quien uno ama, a que los hijos no cumplan esos planes grandilocuentes a los que les tenemos destinados desde pequeños... Ausencia de miedos, de temores, de inquietudes ante acontecimientos que todavía ni siquiera se han producido.
Ya se lo manifestó Séneca a Lucilio hace dos mil años en ese magnífico libro, precursor del los manuales de autoayuda y de los talleres de yoga, que es Epístolas Morales a Lucilio: "Son más, Lucilio, las cosas que nos atemorizan que las que nos atormentan, y sufrimos más a menudo por lo que imaginamos que por lo que sucede en realidad".
Desconozco si Daniel Traisman, profesor de Ciencia Política en la Universidad de California, ha leído a Séneca y sus cartas a Lucilio, aunque lo intuyo bastante probable. Como recoge el artículo de Christopher Shea en The Wall Street Journal titulado The Geography of fear, Traisman ha realizado un estudio, así bautizado, en el que se recogen claras tendencias geográficas en la distribución del miedo, de la intensidad con la que determinados pueblos viven con pesimismo o desconfianza hacia el futuro.
En Europa, los países mediterráneos (Grecia, Portugal, España, Italia...por este orden) encabezan el ránking de los, por así decirlo, aprensivos. Mientras que en el otro extremo se situarían los holandeses, los finlandeses y los austriacos. Parece que lo más determinante a la hora de vivir con o sin miedo no es la situación económica más o menos boyante de cada nación, sino la creencia (o no) en el infierno.
Los irlandeses, esos andaluces del norte, son -felices ellos- de los que se encuentran más abajo en la Liga del Miedo: creen en el infierno, sí, pero sobre todo creen en el paraíso, en la existencia de otra vida más allá de la que pueda propiciar, aunque sea temporalmente, la ingesta de tres o cuatro pintas de Guinness en el pub más cercano. Lo tienen claro: el cielo puede esperar.
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