Las Españas

Con aceptar que España somos muchas Españas es suficiente. Excluidos únicamente los violentos

Pones en el buscador Las Españas y te sale del tirón una explicación histórica muy sucinta. Según esto serían los reinos de Galicia, Principado de Asturias, Reino de Navarra, Reino de Aragón, Principado de Cataluña, Reino de León, Reino de Castilla la Vieja, Reino de Castilla la Nueva, Reino de Valencia, Reino de Sevilla, Reino de Córdoba, Reino de Jaén, Reino de Murcia y Reino de Granada. Añade, para los que tengan una tecla más de curiosidad, que antes de llamarse como tal era Hispania, nombre romano nacido de la expresión fenicia I-span-ya “Tierra de metales”. Y, sin embargo, yo asimilo inmediatamente el plural de nuestro nombre de país con la nostalgia colonial que trufaba mis libros escolares de Historia. Cierro los ojos y veo a Francisco Pizarro cuando me pongo grandilocuente y a Rodrigo de Triana cuando pienso en que a veces la tropa tiene su minuto de gloria, incluso antes de inventarse la frase de Warhol. La idea de no una sino varias “Españas” casa, en mi imaginario, con la misma convicción de que no hay países sin paisanos o, lo que es lo mismo, que un país no existe sin quienes lo habitan. Y que las identidades a veces son monocolores y otras se nos diversifican. Cuando oigo hablar de amor a España o – espeluznante– “morir por España”, me pregunto si estoy incluida en esa hazaña ardorosa y beligerante, si soy parte de ese nombre al que se glorifica. O si por el contrario no quepo. Obviamente hay oficios delicados, de atención a la ciudadanía a riesgo de la propia vida, desde el Ejército al cuerpo de Bomberos. Pero cuando no es algo real sino un grito exaltado, he de reconocer que se me eriza la nuca. Si hay algo que me avergüenza de las escenas terribles de los últimos días ante las sedes del PSOE, es que me doy por aludida. O sea, que caigo en la tentación de pensar como enemigo a quien parece verme como tal. Ningún fracaso mayor que el de condenar al otro, sin ponerle nombre ni rostro ni circunstancia. Cuando el reportero de La Sexta contestó a los insultos de “pedazo de maricón”, afirmando serenamente que el vociferante estaba en lo cierto, me conmovió y no sólo por el gesto valiente: por esa dignidad que resulta tan difícil defender en terreno hostil. Una de las mayores riquezas de mi vida son mis afectos, algunos piensan como yo siempre, otros a veces y algunos, nunca. Pero me quieren y, lo que es más importante, me respetan. Que tampoco se trata de querer a trote y moche, al estilo de aquel merengoso grupo musical que cantaba la indigerible Amo a Laura. Con aceptar que España somos muchas Españas es suficiente. Excluidos únicamente los violentos. Pero estamos abocados a entendernos si verdaderamente cuando hablamos de España lo hacemos de hombres y mujeres. Como usted, como yo. Valiosos uno a uno y si somos capaces de ser comunidad.

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