Una imagen de la Feria del libro. En primer plano, el cartel de José Luis Ágreda.

Una imagen de la Feria del libro. En primer plano, el cartel de José Luis Ágreda. / Juan Carlos Muñoz

NO es muy madrugadora la España del libro. Son las 10:45 y la Feria de la Plaza Nueva está cerrada. Aquello parece un cementerio de pueblo: blanco, solitario y silencioso. Nos tendremos que resignar a retirarnos con el rabo entre las piernas, como Satán ante la cohorte de Todos los Santos, festividad con la que inauguramos noviembre. ¿Para qué queremos Halloween si tenemos ese amplio martirologio que nos muestran todo tipo de horrores y crueldades? La aculturación, suponemos. A nosotros nos coge viejos ese mundo de calabazas de plástico, disfraces de Pichardo y enfermeras zombis. Se nos antoja banal e impostado. Imaginamos que igual que a los viejos paganos les resultaba antipática esa nueva religión oriental que llegó a Roma a cambiar todas sus antiguas y venerables costumbres, a mutilar las estatuas de los dioses de sus antepasados. La historia del mundo es la historia de una continua aculturación. Hasta la bicentenaria bodega Barbadillo se publicita con una botella de Castillo de San Diego disfrazada de Frankenstein. Siglo XXI, cambalache problemático y febril.

Los tatuajes deberían ser privilegio de profesiones nobles y antiguas: ballenero, chorizo, legionario...

Todas esas cosas elevadas pensamos en el deambular por la aún dormida Feria del Libro. ¿Se habrán levantado ya los libreros y editores? ¿Estarán todos en los bares cercanos desayunando tostadas con aguacate y máquinas con leche? Tropezamos con una gran reproducción del cartel de la cita. Es obra del sevillano José Luis Ágreda y representa a un lector andrógino tatuado como un jarrón chino. Cada tatoo representa un libro: un guerrero de la Ilíada, la calavera de Hamlet, el escarabajo en el que Kafka convirtió a Gregorio Samsa... Los tatoos deberían ser privilegio de una serie de profesiones antiguas y nobles: ballenero, chorizo, legionario, Conde de Barcelona (nunca presidente de la Junta), albañil inglés... O de algunas minorías étnicas exóticas. En cualquier caso, estamos con Carmen Camacho en que deben cumplir un papel simbólico y ritual. ¿Pero qué se puede esperar de una sociedad que ha cambiado el santoral por Disney, las flechas de San Sebastián por el disfraz a lo Chiquito de Brácula? Eso sí, tenemos claro que si alguna vez, influenciados por el exceso de clarete, nos hacemos un tatuaje escogeríamos uno de los dibujados por José Luis Ágreda, probablemente el del molino cervantino, por aquello del apellido.

Definitivamente decidimos intentar la visita a la Feria a la hora del aperitivo, antes de que sus componentes se vayan a dormir la siesta. O quizás ya en la anochecida, para rematar en Trifón o en Casa Moreno, que ya sabemos que el libro y el condumio son mundos que maridan bien. Tanto como el recién inaugurado noviembre y los muertos.

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