La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las zonas prohibidas de Sevilla
SER columnista local tiene sus servidumbres. Entre ellas está la de llevar al día el registro de bajas de comercios y bares que, con razón o sin ella, son considerados históricos por el noble populacho de Sevilla. En estos casos, el plumilla debe de actuar de plañidera mayor del reino, de gran sochantre que dirige el gorigori que entona la comunidad ante el catafalco del negocio fenecido. Pero en el caso del recién clausurado O’Neill’s Irish Pub, allá por Viapol, pocas lágrimas puedo verter. Apenas fui por allí a encontrarme alguna vez con el indómito Alfonso Castro, uno de los más particulares y originales decanos de Derecho que han existido en la larga historia de la Universidad de Sevilla. El doctor Castro bebía (e imaginamos que bebe) la negra irlandesa con gusto y devoción, probablemente porque pertenece a la exquisita secta de celtófilos sevillanos que tuvo en el dueto Antonio Rivero Taravillo y León Lasa a sus santos titulares.
Aunque en el caso del O’Neill solo soy capaz de ofrecer las lágrimas del caimán (no es poco), sí puedo entonar, sin embargo, un réquiem general por los pubs irlandeses de Sevilla que tanto proliferaron en mis años mozos y que están desapareciendo como en su día lo hicieron los figones o las albóndigas con cilantro que ponderaba San Isidoro. De todos ellos, dos marcaron especialmente a mi generación: el Trinity y el Flaherty.
El primero, que más bien era el bar señoritil del Hotel Inglaterra, tenía un ambiente mundano de políticos, periodistas, viajeros, ejecutivos y tarambanas varios, pero siempre con cierto decoro y buen vestir. No era bar de desarrapados. Allí hice algunas de las entrevistas de las que mejor recuerdo guardo, como las de Rafael de Cózar, Perico Romero de Solís o Alberto González Troyano, cada uno privando según sus preferencias: brandy, oloroso y manzanilla, respectivamente. A todos acompañé con gusto en las libaciones. Descanse en paz (el pub).
El segundo, frente a las cervantinas gradas de la Catedral, era frecuentado por estudiantes españoles y extranjeros, que bebían como esponjas litros y litros de cerveza en un ambiente goliardesco y algo endiablado. Una vez, en Dublín, mi mujer y yo conocimos a dos venerables ancianos miembros de la Federación de Atletismo de Irlanda. Nos mostraron su admiración por la “ciudad del cisne” (la llamaban a sí por el efecto visual que produce la superposición de los puentes del Alamillo y la Barqueta) y el Pub Flaherty. Al parecer, lo dejaron seco como el desierto del Gobi.
Hubo muchos más pubs, como el de Plaza de Cuba, que daba un contrapunto algo plebeyo al más aristocrático bar José Luis, pero casi todos son ya apenas sombras y recuerdos. Cerraron sin que se sepa muy bien por qué. Las modas, como vienen, se van. Y hoy somos más del Imperio Nipón que del Tigre Celta.
También te puede interesar