¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Empalagados de andalucismo
Dicen los psicólogos comerciales que se hartan de volar de plató en plató que a las cuarenta y ocho horas de haber ganado un premio de lotería comienza un proceso de enroque, de vergüenza social por el dinero ganado sin trabajar, de discreción calculada. A los premiados se los lleva Eolo en cuanto llegan las vísperas de la Nochebuena. Acaso sabemos de algunos de ellos por los reportajes que años después nos revelan que los premios gordos cambiaron pocas vidas. Es extensa la historia de los casos de estrépito después de ser agraciados con grandes cantidades. El dinero no cambió nada, tal vez volvió locas algunas cabezas. Y, eso sí, vació algunos pueblos. Los más listos no perdieron el rumbo, taparon agujeros y se dieron algún capricho. Poco más. Quizás lo más importante, lo que siempre nos ha llamado la atención, son las botellas de cavas que se descorchan en la Administración de Loterías con presencia o no de agraciados. Siempre son de marcas económicas y servidas en vasos de plásticos. Es llamativo: la lluvia de millones se celebra en primera instancia con una moderación que, por lo visto con el paso de los años, se pierde en los días posteriores. Freixenet de estantería de supermercado de barriada, Rondel (oro o verde), Castellblanch, Delapierre, o el nunca suficientemente bien ponderado Dubois, que a todos nos ha sacado de algún entuerto sin menoscabo de la cuenta corriente.
El día de la lotería es el de la salud y el de los cavas baratos. Nadie prepara espumosos franceses, la lotería parece que siempre toca a la gente sencilla. Pero solo lo parece. Los que tienen de verdad nunca exhiben las cuentas. Es como quienes tienen el mando, que no se nota que lo atesoran. Sencillamente se ejerce. El dinero y el poder suelen buscar acomodo en las madrigueras, no aparecen realmente en los organigramas. Solo los tontucios, inseguros y fanfarrones presumen de ser un puesto o de tener tal cantidad de jurdeles. Nunca hay Möet Chandon o Cristal de Luis Roederer el día 22. Las botellas de Dubois ejercen las funciones de un heraldo de la Navidad, un anuncio de alegría, brindis desordenados, un enjambre de cámaras de televisión y, al día siguiente, fuesen todos y no hubo nada. La lotería de los premiados es una suerte de cabalgata que pasa fugaz. Dura lo que duran las burbujas del cava, lo que tarda el silencio en imponerse para proteger a los agraciados de la envidia. Es un rito anual de explosión controlada siempre con el sonido del descorche, el letrero con los dígitos afortunados y las calles de unas barriadas donde la lluvia de millones nunca deja la huella de los charcos, porque todo se oculta, todos se encierran y nadie sabe nada a partir del día siguiente. La lotería también toca donde el descorche se cotiza muy caro, claro que sí, pero no nos enteramos. Esos no aparecen en las pantallas de mediodía, con el gorrito, las serpentinas, la bulla y el vaso de plástico donde hay un culito de Dubois. Nada más atractivo, ay, que la autenticidad. Y sin olvidar nunca la sidra, oiga.
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