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Estos últimos dos años hemos demostrado que se puede amar locamente la vida y ser apasionadamente cuerdos

El niño que muerde al perro es el paradigma de aquello que sería noticia, pero no lo suele ser. Los desalojos de fiestas, conductas imprudentes o mascarillas debajo de la nariz sí lo son, en cuanto a hechos que suceden, pero tampoco es la realidad, así a granel y con cierta perspectiva. O al menos una realidad cuantificada: ya saben aquella que bebe de los porcentajes que, aunque a veces endilguen medio pollo a quien no le ha visto ni las guindas al pavo, dan una cierta idea de cuántas aves caen en la cazuela, grosso modo. Las conductas incívicas no son la norma, aunque sean noticia. Y no hablo de la tendencia de algunos a convertir los contenedores de basura en un escenario de película de terror -una de mis indignaciones favoritas-, esos mismos que luego despotrican concienzudamente de los políticos y los servidores públicos, sobre todo. Tampoco, a pesar de lo llamativo de su guarrísimo incivismo, son mayoría.

Esta larga pandemia que nos tiene agotados, a pesar de la tranquilidad y el respiro de las vacunaciones, también nos está demostrando muchas cosas. Y algunas francamente admirables. No insisto en el alto índice de vacunados en todo el país porque ya se hace, pero realmente es para sentirse orgullosos. Y lo cierto es que siendo tantos y tan callejeros y tan sociables la mayor parte del personal demuestra un comportamiento ejemplar. Una buena oportunidad para abandonar de una puñetera vez ese nada inocente sambenito con el que algunos gustan de pintar al pueblo español, y más al andaluz: apasionado y díscolo, brutal e ingenioso, desobediente e ingobernable. Esa fatalidad de ciudadanos imposibles ha servido, en muchas ocasiones, para mostrarnos como un fracaso colectivo, todo lo más dramáticamente simpáticos, a la manera de los bribones y pícaros, carne de caudillos y dictadorzuelos por nuestra incapacidad de cumplir unas mínimas normas de convivencia. Como si al Buscón llamado Pablos - esa joya- le hubiéramos puesto una melodía de los Ramones con guitarra flamenca de El Tardón. Y si hay una innegable capacidad creadora y una cierta cultura descreída en nuestra idiosincrasia, estos, ya casi dos, últimos años hemos demostrado que se puede amar locamente la vida y ser apasionadamente cuerdos. Nuestros vecinos, nuestros conciudadanos, nosotros, lo estamos haciendo bien. Hasta benditamente bien porque, qué quieren, algunos episodios en los centros de salud estas semanas merecerían un motín que dejara el de Esquilache como una final de Saber y Ganar, pura politesse. Al contrario, a pesar de la indignación por los recortes y la escasez de personal, seguimos mostrando gratitud por quienes nos están cuidando tanto. No, no nos ha dejado Sevilla. Los sevillanos no nos hemos abandonado. Dan ganas de tatuarse un nodo como un corazón con una flecha. De, saquemos pecho, orgullo y gratitud.

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