Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Bárbara, el Rey, Jekyll y Hyde
Cual don Latino de Híspalis, a veces paseo Sevilla con algún o algunos Max Estrella, ciegos visionarios que han vivido otros tiempos de la ciudad y que me van trazando sobre el terreno la cartografía de lo que ya no está. Son los planos de la demolición: en esa puerta cegada estaba la cerería, en aquel escaparate vi un jamón gigante, por aquí pasaba del ditero, donde ese Carrefour Exprés había un desavío. Entonces pregunto, y me pregunto, si acaso ahora tendrían sentido negocios como las carbonerías o los puestos de quincalla. La ausencia de otros -que tampoco tienen cabida en esta vida moderna- dejan a la vista la gran ideología de estos tiempos, que es la del derroche a cascoporro. "Ya no se hacen arreglos", debiera rezar un cartel en todos los escaparates. Cuesta más coser zancajos que comprar tres pares de calcetines en Primark. El lañador, el varillero o el que arregla los juguetes son criaturas extintas. Quedan algunos remendones y talleres relojeros, poco más. Muchos de ellos no han sido sustituidos por otros a la altura de los tiempos, regentados por empresarios y comerciantes de la ciudad, sino por franquicias y establecimientos de los grandes dueños de la moda, los ordenadores, la comida chatarra, la telefonía, el bricolaje y lo modular. Mal trueque, salimos perdiendo. Sevilla se reduce a ser entonces simple caladero de consumidores y de empleados, no de emprendedores (palabra desgastada en la boca de la política), quiero decir, de gentes que eligen el modo de buscarse la vida y hallarla en lo que hacen. Y eso es lo que hace falta: que en Sevilla la gente pueda abrir "su taller verdadero -que diría el poeta-, y en sus manos brilla limpio su oficio, y vaya al trabajo temblando como un niño que comulga". Por mucho que los políticos nos juren que apuestan por el pequeño y mediano comercio tradicional y de cercanía, el modelo efectivo que se impone -y que respaldan sin fisuras- afecta negativamente al tejido comercial de nuestros barrios. Por otro lado, me pregunto si algunos particulares que se animan a abrir un negocio tienen visión empresarial. En una calle, en un radio de 50 metros, puede haber perfectamente cinco sitios para hacerte las uñas. No parece gran idea abrir otro. Pues se abre.
A pesar de estos pesares, en aquella esquina se ha abierto una pastelería de buena masa y confiteras despaciosas; enfrente, una herboteca de extenso surtido; a la vera está la próspera tienda de juguetes. Y la bicicletería. A la librería-papelería traen, junto a best sellers, libros gustosos. En el bar de abajo programan acústicos, y se les llena. En la vieja tienda de abalorios, Juan ha puesto un piano donde las clientas y él mismo tocan. No necesitamos que el comercio sea tradicional, sino posible, vivo, propio, bien ideado, renovado. Defendido.
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