¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

El Pilar

Para ver bien el cortijo de El Pilar lo mejor es subir al cerro de Hornachuelos, coronado por un 'oppidum' romano

En el cortijo El Pilar (término municipal de Ribera del Fresno, Badajoz) todavía hay un cuarto al que llaman "de los civiles", en recuerdo de cuando se apostaba allí la pareja. Eran los tiempos del maquis y los guardias se aburrían como arañas esperando ver surgir por Hornachuelos o el cordel alguna partida guerrillera a la que poder reducir a cuerda de presos o, al menos, con la que intercambiar algunos tiros y aliviar el sopor. El tedio era tal que algunos números, cuando el mando se ausentaba, se quitaban la guerrera y el correaje y ayudaban a los jornaleros en la trilla, probablemente recordando sus años de infancia cerealística antes de ingresar en el instituto armado.

Por El Pilar pasa la Cañada Real Leonesa, que los de allí llaman con el más modesto nombre de "el cordel". Fernando Aranguren, capitán de la Marina Mercante, pero cuya alma se camufla en el secano de estos campos, recuerda aún el paso de los rebaños trashumantes, con toda su tropa de mayorales, rabadanes, pastores y zagales, su sinfonía de esquilas y balidos, y sus nubes de polvo que enturbiaban el claro cielo de la baja Extremadura. Hubo un tiempo en que el paso de las greyes del norte por los pueblos y casares al sur del Duero era un acontecimiento colorista y ruidoso, algo así como cuando una aldea remota es hoy atravesada por la Vuelta Ciclista. Con las ovejas llegaban también historias, noticias, canciones, ropas, objetos, amoríos, sucesos, viandas... Tuvo que ser un bonito espectáculo ver a las ovejas comandadas por aquellos rústicos mariscales que, pese a heder a suero, estiércol y humo de encina, marchaban inflados por la vanidad de la que hacen gala los hombres de vida aventurera.

Para contemplar bien el cortijo de El Pilar y su camino de eucaliptos lo mejor es subir al cerro de Hornachuelos, coronado por las ruinas de un antiguo oppidum, uno de esos fuertes en los que habitó la mescolanza de colonos romanos y nativos ibéricos que fue de los primeros sustratos de la población española, o al menos la de este país entre el Guadiana y Sierra Morena. Desde esta elevación pelada y alfombrada por las boñigas del ganado se divisa un campo seco como Afganistán, de un monótono amarillo-rastrojo que sólo se ve alterado por algunas manchas de olivos y viñas y la mole gris de la Sierra Grande de Hornachos, el tabique geológico que separa a Barros de la Serena. La miramos al mismo tiempo que despedimos el veraneo, con la esperanza de estar en unos meses pisando otra vez los nobles campos de Beturia. Así sea.

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