La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Primero, seres humanos

La lucha por la igualdad entre hombres y mujeres no debería ignorar lo que nos une como seres humanos

En el mundo de Carmen Calvo no hay seres humanos que compartan los mismos sentimientos de alegría y tristeza, felicidad y dolor, amor y desamor, acogimiento y soledad o que sientan la misma emoción ante una obra de arte, una música o un libro sin que su sexo diferencie en lo fundamental sus experiencias. En su mundo la separación entre hombres y mujeres es tan rigurosa como en algunas teocracias. Solo así se entiende que haya dicho: "Hemos sido esposas, madres, hijas, hemos estado constantemente tuteladas en el patriarcado por un varón. Sabemos perfectamente cómo funcionan; no es especial habilidad psicológica, pero no sé yo si los hombres saben cómo funcionamos las mujeres porque para eso hace falta que nos escuchen".

La necesaria lucha por la igualdad entre hombres y mujeres no debería conducir a ignorar lo que nos une como seres humanos. Cuando Joseph Conrad escribe que "el artista habla a nuestra capacidad de alegría y de admiración, se dirige al sentimiento del misterio que rodea nuestras vidas, a nuestro sentido de la piedad, de la belleza y del dolor, al sentimiento que nos vincula con toda la creación; y a la convicción sutil, pero invencible, de la solidaridad que une la soledad de innumerables corazones", no se está refiriendo a hombres o a mujeres sino a ambos: al ser humano. Es necesario que las mujeres conquisten, por sus méritos, los más altos lugares en todas las actividades humanas sin que su sexo sea motivo de discriminación. Pero el resultado de su trabajo no debería estar condicionado (aunque sí, si así lo quieren, matizado) por su condición de mujeres.

Leo a Jane Austen o Elizabeth Gaskell como a Dickens, a Virginia Woolf como a Conrad, a Anna Harendt como a Jaspers, a Agnes Heller como a George Steiner, a Marilynne Robinson como a Saul Bellow -por citar algunos de mis autores (no voy a añadir "y autoras" para no hacer el ridículo) de cabecera- y percibo en unas y otros, con emoción, la misma humanidad que hay en mí. Me enriquecen con independencia de su sexo. O de su opción sexual, porque entre los más míos también está Proust. Lo contrario sería retroceder a las mujeres que escribían literatura solo para mujeres o caer en algo parecido al tópico de la joroba de Kierkegaard, que pretendía explicar su filosofía a partir de su físico. El sexo no es una joroba, desde luego, pero tampoco debe ser la clave interpretativa esencial.

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