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Ignacio F. / Garmendia

Referendos

COMO yerran las personas, así también los pueblos, aunque suela decirse que estos jamás se equivocan o que la fuerza del número, fundamento de la democracia, se impone a todas las demás razones. Puede parecer una obviedad, pero el hecho de que sea legítima no convierte a una decisión en acertada y por otro lado no siempre, menos aún sin conocer las consecuencias a medio plazo, es posible saber si lo es o lo fue del todo o en parte. Amparados en mayorías suficientes, como dice el púdico eufemismo, los gobiernos toman a veces medidas nefastas. Por cansancio o por miedo, los ciudadanos pueden entonar el vivan las cadenas o el muera la inteligencia, renunciar a ser libres y entregarse a la tutela del tirano o el salvapatrias de turno.

Algunos listos hay que invocan esta falibilidad para sugerir soluciones autoritarias o añorar, más o menos expresamente, los tiempos del sufragio restringido, que dejaría el poder en manos de las minorías capaces. Apenas se atreven a proponerlo para las sociedades propias, pero sí para otras que a su juicio no reúnen las condiciones -se decía lo mismo de las mujeres cuando no tenían derecho a voto- para gobernarse a sí mismas, a las que convendría una suerte de despotismo ilustrado o de despotismo a secas, que es en lo que acaban todos los intentos de llevar a los súbditos por el buen camino. Los prejuicios intelectuales, racistas o de clase laten tras un profundo desprecio hacia las masas que, vienen a decir, no saben lo que les conviene. Esta mentalidad oligárquica, aunque soterrada e inconfesable, tiene más partidarios de lo que parece o cabría esperar, pero no es la nostalgia del patriciado lo que lleva a muchos europeos a recelar de la inquietante deriva plebiscitaria que se ha instalado en el continente.

Azuzada por los nacionalistas y los demagogos de todo pelaje, la fiebre de los referendos es eso, una fiebre, que eleva hasta el delirio la temperatura de quienes la padecen y no ven ya otro remedio que el procedimiento para la solución de sus males. Dejamos a los historiadores o a los constitucionalistas las precisiones sobre las distintas formas de democracia directa o representativa, pero no hace falta saber mucho de leyes para comprender que un país -o una región, o incluso una ciudad de cierto tamaño- no puede gobernarse como una comunidad de vecinos, aunque de hecho sea esta una buena manera de definir su naturaleza. El sí o el no, sin matices, son posiciones demasiado tajantes cuando hay de por medio tanta gente implicada.

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