Sevilla y el final de un tiempo

Siento que son muchas cosas las que se van con los que nos están dejando

Hay días que notamos que una época, una manera de vivir, está pasando, está tocando a su fin y se adivinan las primeras luces de un tiempo nuevo. Pero que aún no llega. No sabemos que nos espera en un futuro inmediato, desconfío de los adanistas que nos rodean por los cuatro puntos cardinales de las ideologías. Pero es cierto que la pérdida de amigos y compañeros hace sentir más próximo ese final de un tiempo. Chus Cantero, Alberto Mula, Manuel Salinas, Ramón Queiro, Joaquín Arbide, José Luis García López, José Manuel Padilla, Tomás Azpiazu. Son muchos y seguro que me olvido de alguno de entre los más emotivos y cercanos, pero su ausencia hace reflexionar sobre las circunstancias que vivimos. Tenía razón Azorín al escribir: ¿Qué es una generación? Una estética; la estética es el todo que engloba los demás aspectos. Y en ese país que ya queda atrás, vivimos juntos, coincidimos y manejamos las mismas claves, esa estética de la que habla el maestro de Monóvar.

En estas líneas que comparto con ustedes desde hace años nunca he sido muy partidario de la nostalgia de ciudad, de pensar que la Sevilla que desapareció era mejor que la que nos acoge en estos días. Pero hoy siento que son muchas cosas las que se van con los que nos están dejando. Un paisaje humano que evoca un tiempo y unos lugares que no puedo resistirme a contar. La ciudad del Bar Jardines, en la Pasarela, donde coincidíamos los de Ciencias, Derecho y los de Arquitectura. Con las cristaleras llenas de ilustraciones pop y viñetas de comic que pintamos al alimón Antonio Peiró y yo, mientras en la máquina de discos, de teclas de letras y números para seleccionar, el disco novedad sonaba una y otra vez. La tertulia del mediodía se alargaba en días claros y noches luminosas. Fiestas de la Hornacina y domingos del Club Ye-Yé en San Laureano con Los Canarios y los Pop Tops. Veladas en el Bilindo y el Líbano y madrugadas de patatas guisadas en el Mercado de Entradores y albóndigas en Los Cuevas. La Pocilguilla y la Cuadra en Guadaíra. La Trocha. El Bar Flor de La Campana. Todavía el teatro no era más que una idea que se iba acercando en círculos concéntricos cada vez más cerrados. El Don Gonzalo con Antonio Cruz y los entrelaces con los primeros espectáculos para café teatro como primeros pasos al trabajo en el escenario. Y por supuesto Triana con el Bar Bistec y sus palomas, las pavías de la calle Betis y en San Jorge con Casa Cuesta, donde eran obligadas las tertulias tras espectáculos y conciertos, con los invitados de fuera, alrededor de espinacas y menudo.

Una Sevilla sin brillos, pero con destellos de amistades y la complicidad de muchos, próximos y no tanto, con noches abiertas y sin límites, pero pequeñas, donde al poco tiempo todos nos conocíamos. Una ciudad que no añoro en su materialidad, pero que nos envuelve con los recuerdos de los que ya no están y con los olores y aromas de comida casera, en noches invernales de nieblas y humedades veraniegas en el Parque.

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