¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Las Sevillas soñadas (y destrozadas)

La plaza de Santa Marta tiene –o tenía antes de irrumpir en ella la furia iconoclasta– algo de decorado de los Quintero El “cutre palacete” de Monsalves

La Plaza de Santa Marta, ya sin el crucero.

La Plaza de Santa Marta, ya sin el crucero. / DS

NO se saben aún las causas del destrozo del crucero de Santa Marta este fin de semana. Puede haber sido un acto de vandalismo, un escupitajo cristianófobo o una manifestación de hierofobia. Cualquiera de los tres motivos son inquietantes. La plaza de Santa Marta es uno de esos lugares primorosos que nos gustan a los aborígenes, pese a pertenecer a la Sevilla facilona con la que soñó el Marqués de la Vega-Inclán al crear el Barrio de Santa Cruz tal como hoy lo conocemos. Cuando alguien se ve en la obligación de pasear por la ciudad a alguna visita sin demasiadas exigencias, hacer una parada en la plaza de Santa Marta es un éxito asegurado. No en vano, cumple con todas las expectativas de exotismo y misterio oriental que los foráneos suelen tener sobre la capital del Guadalquivir, uno de esos rincones pintorescos como pensados para los pinceles de los Domínguez Bécquer o Cortés Aguilar.

La plaza de Santa Marta tiene –o tenía antes de irrumpir en ella la furia iconoclasta– algo de decorado de los Quintero, con esos naranjos estilizados por la búsqueda de la luz y unas ventanas que parecen como inventadas para pelar la pava con alguna señorita folclórica, picante y recatada a la vez. Todo el lugar invita al suspirillo moruno. También al enigma del laberinto. Al foráneo le resulta inverosímil que de una calle tan transitada como Mateos Gago se desgaje ese callejón partido por una revuelta que desemboca en una plaza callada y fresca. Un laberinto en el que no preside el torturado Minotauro sino un crucero que, nos enteramos ahora, fue diseñado por Hernán Ruiz II y labrado por Diego Alcaraz. El hecho de que esta pieza hubiese estado ubicada en un principio junto al Hospital de San Lázaro no es baladí. Muchos fueron los humilladeros que marcaban con una cruz los caminos y hortales que rodeaban Sevilla. Su destrucción o arrinconamiento fueron una más de las consecuencias negativas del desordenado ensanche de Sevilla a partir de la segunda mitad del XIX (la Cruz del Campo o el Santo Negro de San Jerónimo son buena prueba de ello). En la plaza de Santa Marta, quizás, se buscó la protección de una cruz histórica que no se podía garantizar debido a su lejana y solitaria ubicación primigenia. Y todo para verla ahora pulverizada por una acción que no se sabe si va dirigida contra la belleza, contra Dios o contra la Oficina de Turismo, pero que deja a los nativos y foráneos sin un rincón que, con todas sus dosis de artificiosidad y teatralidad, representa una de las muchas Sevillas soñadas, tan ficticias como queridas.

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