Afearle al aficionado, cualquier aficionado de un club cualquiera, que se alegre más por el triunfo que por el juego suena a raro. Me gusta una barbaridad lo que Quique Setién está logrando en el Betis, ese Betis que rara vez daba tres pases seguidos y que ahora también es rara la vez que baja de la veintena antes de rematar la jugada, pero considero que puede acabar siendo esclavo de unas palabras que el personal no acaba de entender.

El fin para el que fue creado el fútbol es, como en todas las facetas de la vida, la victoria. Un partido que acabó uno a cero tras un juego deficiente va ganando nota a partir del lunes. Lo que el domingo por la noche nos parecía un tostón, el triunfo hacía que al día siguiente fuera el hincha a la oficina encantado de haberse conocido y pletórico porque su equipo ganó. El martes ya no hay quien se acuerde del juego y sí de esos tres últimos puntos que atesoran el casillero.

Ahora bien, no hay un solo aficionado del mundo que abomine de un triunfo logrado mediante un buen fútbol. Un fútbol combinativo y de posesiones hegemónicas es como esa obra de arte en confitería que le gusta a todo el mundo. Aquel gol de Sanabria en el Bernabéu o el tan elaborado de Durmisi en Nervión pueden ser motivo de orgasmo futbolístico, pero mucho más lo es el de Joaquín en el derbi o aquel de Júnior a Las Palmas que puso al Betis en órbita continental.

No conozco a nadie que le haga ascos a jugar bien, pero sí sé de una barbaridad de béticos que no pudieron conciliar el sueño la malhadada noche que el Levante asoló Heliópolis. Insisto en que considero fantástica la labor de Setién y magnífico el juego que el Betis despliega, pero si esa forma de jugar se viese redondeada más frecuentemente con el gol que da la victoria, la cosa sería de borrachera. Admirado míster, afear que el triunfo alegre más que el juego suena raro, muy raro.