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Tiempos modernos

Bernardo Díaz Nosty

Tribulaciones de un cubano en China

SHANGHAI es modernidad. En quince años, la ciudad ha construido un símbolo global de una economía de momento ajena a la crisis, con un crecimiento que no abandona la cercanía al diez por ciento anual. El skyline del distrito de Pudong, dibujado por edificios que alcanzan los 450 metros de altura, asombra a propios y extraños. Miles de chinos venidos de provincias posan al otro lado del río Huangpu para llevar a sus pueblos la probable imagen de su futuro, que es el presente en la capital económica de China. Shanghai es como el núcleo central de la cebolla del que van naciendo las capas que expanden la huella del progreso.

Entre tanta gente dispuesta a llenar de imágenes las memorias de sus cámaras digitales y móviles, aparece Antonio, un cubano que trabaja en el pabellón de su país en la Expo. Se acerca -somos los dos únicos con rasgos raciales diferentes a los de la multitud- y me pide en inglés que le haga una fotografía con un fondo denso en rascacielos.

"Esto ha superado a todo lo que hemos visto de América", confiesa con una admiración contenida que busca una respuesta de complicidad, y señala a una pantalla publicitaria gigante que cubre la fachada de un edificio de unas setenta plantas. Millones de leds iluminan la silueta inconfundible de la botella de Coca-Cola [Kekou-kele para los chinos]. "En Cuba -dice en voz baja, entre un mar de griterío mandarín- hay más libertad y derechos que aquí… Te lo digo yo… Pero, ¡ay, amigo!, con este escaparate hollywoodiense del carajo, ni el mismísimo Papa de Roma se atreve a hacerle ascos…". Pese a la libertad en Cuba, cuando le digo que nuestro encuentro casual da para un comentario periodístico, se estremece. "¿Qué quieres tú poner? ¡No me crucifiques, hermano!", y luego se ríe: "Ponme como Antonio de Camagüey…".

Camino con Antonio por la calle peatonal de Nanjing, entre los grandes escaparates de las marcas europeas y americanas del lujo asiático, algo desmejorada con tanto McDonald, KFC y compañía. Desde ópticas distintas, coincidimos en la misma sorpresa ante la sucesión de luminosos y pantallas con reclamos, y en evocar la película Blade Runner de Ridley Scott. Cerca de la Plaza del Pueblo, antes de que mi acompañante se una a otros cubanos que han disfrutado de unas horas de asueto y se pierda por la boca del Metro, me dice con una seriedad fingida: "Te imaginas, chico, que llegue y les diga: ¡Me exilio…! Y que cuando me griten ¡Eh, eres un traidor, un vendido!, les conteste: ¡Mucho cuidado, compañeros! ¿Es que no saben que me exilio a un país comunista…?".

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