EL Parlamento uruguayo aprobó hace pocas semanas una ley que legaliza el cultivo y consumo de cannabis, una iniciativa del presidente Mujica que, en sus propias palabras, responde al reconocimiento de que en su continente se está perdiendo la batalla contra las drogas y el crimen relacionado, y que la prohibición genera en su país más problemas que la droga en sí misma.
Según la nueva disposición, la venta se realizará en farmacias, limitada a mayores de edad y a un máximo de 40 gramos mensuales. Se permitirán las plantaciones privadas, los clubes de cultivadores y el cultivo domiciliario para autoconsumo, con un máximo de seis plantas. Todo ello estará controlado por el Estado, incluyendo la creación de un registro de consumidores, información disuasoria del consumo y programas de rehabilitación de adictos.
Algunos analistas uruguayos consideran que esta proposición es más bien un bolazo: la proposición de una idea extravagante para desviar la atención sobre un problema real, que en este caso sería el crecimiento de la delincuencia que se viene produciendo en el paisito. Pero bolazo o no, lo cierto es que la disposición se enmarca en una corriente de opinión internacional que reclama que se reconozca de una vez que la guerra contra las drogas en los países consumidores es un fracaso absoluto casi desde que se inició o se reforzó, y que en los países de producción o de tránsito las consecuencias de esta guerra causan más muertes que el propio consumo. Y ello por no hablar de la alteración económica y social que provocan los oligopolios del tráfico, como fue el caso de los cárteles colombianos, ya desaparecidos, o el tristemente vigente de los cárteles mexicanos.
Precisamente en México se está celebrando la reciente captura de Treviño Morales, el líder del cártel de los Zeta. Sin duda, es gran noticia que este asesino despiadado esté en prisión. Es un éxito policial y del Gobierno de México, pero a efectos prácticos se limita a la mera detención de un delincuente ya que este hecho no va a disminuir la violencia ni va a contribuir a reducir el tráfico hacia EEUU. La detención de Treviño puede ser aprovechada por otros cárteles, como el de Sinaloa o el del Golfo, y es probable que se produzca una lucha violenta por la sucesión entre los Zetas, como ocurrió cuando fue abatido Beltrán-Leyva, dirigente del cártel de Monterrey, hace menos de cuatro años. Y así sucedió en el cártel de Tijuana: un largo periodo de lucha y muertes tras el asesinato de uno de los hermanos Arellano Félix y la detención de otro, hace unos diez años. Las cifras de víctimas en algunos estados mexicanos resultan aterradoras, y el mismo drama se produce en Honduras, El Salvador o Guatemala, donde se superan las tasas de homicidio de los años 80 -un periodo de guerras civiles- y un 60% de la criminalidad está relacionada con el narcotráfico.
Esta violencia es coherente con la naturaleza de las barreras de entrada al negocio del tráfico, es decir, la prohibición legal de su práctica y poder acceder a un aprovisionamiento y mercado de consumo también delincuenciales, puesto que están prohibidos.
Este tráfico es económicamente atractivo porque el número de competidores es muy reducido, gracias a la acción del Estado, y porque la ganancia es muy elevada respecto a la pena. Se estima que el negocio tiene un volumen mundial anual de 300.000 millones de dólares, más que suficiente para que las incautaciones no hagan mella en la ganancia, para recompensar a todos los intervinientes con mucho más dinero del que podrían ganar de otra forma y para corromper a instituciones públicas débiles, lo cual sí es verdaderamente grave. No deja de ser sorprendente que los estados no hayan aprendido de su propia historia de prohibiciones, como el caso de una Ley Seca (EEUU, 1919-1933) que no produjo una ausencia efectiva de alcohol y sí dio lugar a la formación de un sólido crimen organizado con ramificaciones institucionales, mientras que su derogación no dio lugar a un país de alcoholizados, como es evidente. Por el contrario, no suele prestarse suficiente atención a experiencias positivas, como ha sido el resultado de la legalización del consumo de cualquier tipo de drogas habida en Portugal en 2001.
La decisión del gobierno uruguayo se enmarca en un contexto internacional que parece estar reconociendo la diferencia entre unas y otras sustancias y la incapacidad de la represión para combatir el tráfico y el consumo. En la República Checa, por ejemplo, recién se ha aprobado la venta de marihuana con fines terapéuticos a adultos pacientes de determinadas dolencias, limitada a 30 gramos expendidos mediante receta electrónica. El suministro procederá de los Países Bajos hasta que comience la producción local, a partir de abril de 2014. Por su parte, en noviembre de 2012 los votantes de los estados de Colorado y Washington aprobaron la legalización de la marihuana. Quizá sea la señal de que en EEUU comienzan a comprender que la penalización del consumo no es el camino adecuado para disuadir del uso de drogas, y que tampoco tienen efectos significativos sus políticas dirigidas a favorecer cambios de cultivos en los países productores, como llevan haciendo desde hace más de 20 años, muy especialmente durante los gobiernos de Clinton. No obstante, me temo que su actual Gobierno federal sigue teniendo vocación de niñera, al menos cuando no actúa como el gran hermano sin pedir consentimiento a los ciudadanos.
Stuart Mill escribió en su libro Sobre la libertad que el Gobierno debe evitar que una persona cause daño a otra, pero no tiene derecho a intervenir en la vida de una persona justificándolo en el propio bien de esta persona. El caso de la persecución del tráfico de drogas no puede ser mejor ejemplo de los trastornos que llega a causar la acción pública cuando se inmiscuye en asuntos que corresponden a la moral individual. Y si un gobierno quisiera hacer algo útil en este campo podría dedicarse a la certificación de calidad de las sustancias y a informar de las consecuencias probadas de su utilización. Y quizá particularmente en España porque, seamos serios, la accesibilidad de las drogas es tal que el que no consume es porque ha decidido no hacerlo, no por otra razón.
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