Los árboles que fuimos

Como le sucede a Carmen Aranguren, de pronto empezamos a hacer familia con los árboles y a intimar con ellos

Reconocemos que el verde nunca fue nuestro fuerte. Quiere uno decir que la naturaleza casi nunca nos ha convocado a su presencia con la lealtad debida. No hemos sentido el llamado libérrimo y pastoril de Henry David Thoreau. Qué le vamos a hacer. Cumplimos con las clases de ciencias naturales de Félix Rodríguez de la Fuente y poco más. Nos ha seducido más el reclamo de las ciudades, no importa si resultaron feas o dominicalmente depresivas. Hay quien ha hablado alguna que otra vez de la moral de la periferia. Entendemos esta lección cuando reparamos en el oculto encanto de los polígonos industriales, los nudos de circunvalación, los torreones de pisos que enseñan el triunfo visible de las vidas rutinarias.

Dicho esto, es cierto que a cierta edad también nos brota, como el jaramago, la nostalgia por los árboles y los jardines. Es lo que deducimos de la galerista Carmen Aranguren, autora del libro de poemas Parques y jardines. Cierto es, decíamos, que nos gusta admirar el minimalismo urbano, como hacía el gran Horacio Coppola en sus estupendas fotografías. Pero, como le ha sucedido a la autora de Parques y jardines, el paso del tiempo fluye como la savia por entre los árboles que también hemos sido. Junto al limonero de una casona de verano extremeña, los once primos de la familia se hacían la fotografía de todos los veranos. El recuerdo y la memoranza son también un espacio de sombra fresca. Todo el libro es una celebración, un redescubrimiento de la existencia a través de la flores. Los árboles del Parque de María Luisa la llevaron a ponerles nombres y a asociarlos al decurso de la vida. En esta ciudad, tarde o temprano acudimos a los jardines de Sevilla de Manuel Ferrand. Como le sucede a Carmen Aranguren, de pronto empezamos a hacer familia con los árboles y a intimar con ellos.

En nuestro caso, celebramos el cabildo del tiempo con las jacarandas de la calle Luis Montoto. Su morado penitencial siempre nos lleva hasta el templete de la Cruz del Campo. El calendario íntimo aflora también con la rosácea pintura de los árboles de Judas de la calle Río de la Plata, en el Porvenir. Las tipuanas amarillas del Prado de San Sebastián acabarán pegadas a las suelas de los zapatos como los caramelos machacados de las cabalgatas de Reyes Magos. Las ramas sin hojas de los plataneros en invierno nos muestran el esqueleto que seremos. Y nos gusta el olor agrio de los naranjos en los días de lluvia por la plaza de San Martín. Todos, como Carmen Aranguren, somos autores de Parques y jardines.

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