Un argumento atroz

28 de septiembre 2025 - 03:16

Para mí tengo que el problema de la inmigración en España está muy cerca de convertirse en irresoluble. Entre otras causas, porque las premisas que se esgrimen a favor y en contra tienen casi todas, en mayor o menor medida, una pizca de razón. Cómo no acogerse, entre las posiciones aperturistas, al enfoque humanitario u olvidar que es un fenómeno que puede aportar beneficios económicos y culturales a nuestro país. Pero, al tiempo, cómo no entender también que preocupa la inseguridad, la salvaguarda de nuestra identidad o la presión que tal avalancha añade a nuestros sistemas de salud, educación o bienestar social. Dejo fuera, claro, aquellos discursos que inciden en el odio o en la xenofobia. Pero no incluyo en ellos la demanda de una inmigración regular, que la propia Europa reclama, y la limitación en lo posible de la llamada inmigración irregular. Aun así, concedo que terminarán imponiéndose los hechos consumados. ¿Expulsar? ¿De qué modo? ¿Adónde?

Sin embargo, entre tantas verdades parciales, hay una idea, sorprendentemente blandida por gente progresista, que se instala en los aledaños del esclavismo. Dicen éstos que la inmigración es necesaria porque en nuestra tierra ya hay trabajos que nadie quiere hacer y porque nos estamos quedando sin hijos que sostengan en el futuro nuestras pensiones. Según ellos, no se trata tanto de cuidar y atender al inmigrante como de resolver nuestras carencias, delegando su solución en los que llegan. Ellos se encargarán de limpiar las mierdas que nosotros no estamos dispuestos a limpiar, de cuidar a nuestros molestos mayores y de dejarse la espalda en campos y obras demasiado hostiles para las nuestras.

Tal alegato es incompatible con los derechos humanos y con la propia democracia. El arribo masivo de inmigrantes causa, sin duda, desigualdad. Por eso no basta con dar cobijo a quien verdaderamente lo necesita. Sobre todo, hay que otorgarles dignidad, concederles derechos ciudadanos, poner en práctica la igualdad ante la ley. Iguales, incluso, en el deber de respetar toda norma –y toda es toda– que constituya nuestro Estado de derecho.

No, el inmigrante no es un sirviente del nacional. Y quien con ello justifique su venida, ni sabe lo que argumenta ni comprende la atroz deshumanización en la que asienta su presunta solidaridad.

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