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Tomás García

El azahar y Sevilla

El nombre azahar procede del árabe hispánico ‘azzahár’ y significa flor blanca

16 de marzo 2024 - 01:00

El naranjo amargo o agrio (Citrus aurantium) es un híbrido entre mandarino y pomelo originario del sudeste asiático e importado en el siglo XI por el rey taifa Al Mutamid para sus jardines de la Buhaira, adaptándose desde entonces a nuestras condiciones climáticas. Acompañaría la vida religiosa de Ishbiliya en sus mezquitas, sobre todo en la aljama almohade erigida a finales del siglo XII, la cual nos legó un etéreo Patio de los Naranjos que aún vela ritos purificadores centenarios. Cristianos y judíos aceptarán la fantástica herencia islámica del naranjo, y este cítrico de embriagadoras flores blancas y verdor perenne consigue salir más tarde de sus nobles reductos en palacios y mezquitas penetrando con su belleza y fragancia en el alma de la ciudad. La dispersión del naranjo hacia las calles sevillanas se debe en buena medida al insigne arquitecto Aníbal González, siendo un reflejo de su desbordante imaginación urbanizadora. A través de su repoblación callejera, el tiempo modelaría con el árbol y su flor de azahar una pátina única en la urbe que posee más naranjos agrios del mundo, alcanzando en la actualidad una cifra aproximada de cuarenta mil ejemplares. Los azahares tempraneros en los albores de marzo anuncian cada año liturgias y festejos primaverales con su aroma cautivador, otorgando su meloso carácter a recoletas plazas de la judería o a otros lugares míticos del casco viejo: Santa Marta, Santa Cruz, la Alianza, Doña Elvira, las Mercedarias, la Escuela de Cristo, la Constitución, Mateos Gago, el Patio de Banderas...

El nombre azahar procede del árabe hispánico azzahár y significa flor blanca, símbolo de pureza y bondad, que nos regala una fragancia dulce y sensual a través de sus aceites esenciales, su hermosura y sus dorados frutos. Si existe una imagen icónica de Sevilla, ésa es la que surge cuando queda bañada en primavera por miles de ensoñadores naranjos en flor que proporcionan un olor celestial a sus tibios aires bajo un límpido azul. Esta especie arbórea imprime por sí sola su propio sello a cada rincón, cada calle, cada plaza, convirtiéndose la misma planta en un monumento natural que se ensambla de forma indisoluble con piedras y fuentes históricas. Una urbe artística como la nuestra ha de mantener esa integración y avanzar en un camino que mantenga su esencia fraguada a lo largo de los tiempos. Estos legendarios árboles pueden y deben integrar las bases primordiales de esa mágica senda hacia un futuro que es el presente con ansias de eternidad, pues constituyen uno de los signos de identidad de una milenaria Sevilla que renace cada año en sus naranjos como antorchas prendidas con la luz divina de su azahar.

“En San Telmo, junto al río,/ hay un bello naranjal./ Están limpias las acequias./ Los caños limpios están./.../ Para mantener la tierra/ en una tibia humedad,/ y que los naranjos cuajen/ en el más fino azahar./ Porque con el Rey de España/ Mercedes se va a casar” (Romance de la Reina Mercedes, Joaquín Romero Murube).

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