Los botines

No he sido sevillana oficial hasta que me oí decir sin ningún titubeo: necesito comprarme otros botines

Llevo en Sevilla desde 1978, mucho más tiempo del que llevan en el mundo algunos de mis poetas, escritores y hasta periodistas de cabecera. Cierto que no vine de vacío –aunque alguno me recomendó no quitarme jamás el salacot de guiri como medida de aceptación sin examen de RH– y en mi casa familiar se hablaba y se comía en andaluz. Mis padres se conocieron en su barrio, Santa Cruz, y en esa iglesia se casaron, aunque nunca dejaron de amar a la sierra de Aracena donde yo tengo también mi corazón y algún asunto. Era tan joven que mi propia autonomía personal vino a coincidir con la construcción de mi tierra elegida. Andalucía se hizo mientras yo me hice, nos emancipamos juntas, nos crecimos juntas, nos supimos juntas. Llevaba en la maleta canciones de Lole y Manuel, Triana y Smash junto con poemas de Cernuda y algunos números atrasados de la revista Triunfo. Nunca he dudado de mi condición de periodista andaluza, aunque no haya logrado suavizar del todo las jotas ni aspire la hache muda con la elegancia de Lola Pons. Mis hijos nacieron en la plaza de San Lorenzo. Allí, en la bodeguita de la esquina aprendieron lo más importante de la vida, a dar las gracias –siempre les regalaban un pico y un beso, valga la redundancia– y a ser llamados por su nombre, Tomás y Matilde. Mi oficio se hizo en los fogones de radio Sevilla, esos micrófonos-perol donde se cocieron festivales y libros y reuniones y elecciones democráticas y congresos y cambios y recambios. Escribí uno de mis primeros libros sobre la Sevilla del balón y me salió su poco bético, tal vez por la discreta pero feroz influencia de Adolfo Cuéllar, padre, aunque luego la familia me hizo sevillista como mi amigo Antonio Muñoz. Llamé El Gallinero al primer programa de cultura regional que se hizo en la radio y que me regaló una agenda de nombres que son el mapa de una Sevilla viva y la huella dactilar de mi propia identidad. He despedido a muchos de mis grandes afectos en el cementerio de San Fernando algo que, como decía Juan Teba, te liga definitivamente a un lugar con la certeza de lo inexorable. Fui concejala independiente del ayuntamiento y, además del honor, descubrí otras muchas Sevillas que ni el oficio ni el padrón me habían dado. Me he metido en todos los charcos y espero que llueva para chapotear en más. Pero no he sido sevillana oficial, he de asumirlo, hasta que el otro día me oí decir sin ningún titubeo: necesito comprarme otros botines. Y no hablaba de bota de caña corta sino de deportivas. Acabáramos: El bautismo oficial. Llamar así a las zapatillas de deporte es la prueba del pañuelo de la sevillanía cañí. Aunque se pierdan elecciones y se pronuncie la elle como en Valladolid. Aunque no te gusten los caracoles y bailes sevillanas como aparcan los aviones en San Pablo. Botines. Sevillanísima, al fin.

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