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El calor como noticia

Asistimos al espectáculo de la construcción de un mito tan infantil como el de la Tierra plana

La noticia del verano es que hace calor, incluso que hay en puertas una ola de calor, al parecer cosa inédita en España hasta ayer mismo. En redacciones y platós tal vez esperaban la congelación del Ebro en agosto o al menos la llegada de los frentes atlánticos, y eso de las nubes de polvo sahariano en suspensión les parece cosa de brujas malignas alimentadas con dióxido de carbono.

Asistimos al espectáculo de la construcción de un mito tan infantil como el de la Tierra plana y los argumentos para imponerlo no son muy distintos en esencia: lo que vemos aquí y ahora es lo que cuenta sin otra referencia ni perspectiva. En la Tierra plana sólo creyeron algunos, pero el mito tenía la ventaja de dar cobertura a los temores frente a lo desconocido más allá del horizonte, pues al vulgo es más fácil convencerlo de que los barcos se precipitan al vacío de que los antípodas caminan también sobre sus pies. Hoy se nos quiere convencer de que asistimos a situaciones meteorológicas extremas e inéditas, terroríficas en sus consecuencias -siempre aplazadas por cierto-, sin que sirva para nada la simple experiencia de quienes ya ni canas peinamos, y no digamos los conocimientos sobre continuos cambios climáticos -¿qué es el clima sino el cambio continuo?- en tiempos plenamente históricos. El hombre es culpable y punto.

Señalado el hombre como agente maléfico, ya no puede caber duda razonable de que con este nuevo mito se está dando justificación ideológica y casi religiosa -¿no es la ecología el nuevo credo de Occidente?- a un empobrecimiento de las clases bajas y medias que no tendría precedentes desde el catastrófico final del mundo antiguo. Desde entonces, y a pesar de todo tipo de crisis, conflictos, revoluciones y cambios climáticos los europeos hemos ido construyendo una civilización capaz de mejorar la vida humana de manera progresiva y, hasta ahora, sin marcha atrás. Todos los síntomas anuncian desde el hundimiento demográfico a la desaparición de la energía barata o la ya propuesta reconversión de la ganadería, el colapso de una época de relativa abundancia para todos que se traducía en vidas más autónomas, saludables y seguras. Lo más increíble es la indiferencia ante ese fenómeno, si no promovido al menos aceptado, de unas élites políticas y económicas que se han puesto al frente del tinglado como si su privilegiada posición fuera a mantenerles siempre al margen de sus peores consecuencias.

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