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¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

La casa

Lo curioso es que las casas que se han amado, incluso después de perdidas, te siguen acompañando toda la vida El Tarotín de Manolo Darnaude Calle Manolo Summers

Viñeta de 'La casa'.

Viñeta de 'La casa'. / DS

RECONOZCO que soy de esos a los que el sintagma “novela gráfica” pone en guardia. No es por un prejuicio hacia el cómic. Todo lo contrario. Mis lecturas infantiles se limitaban al mundo del tebeo (Sargento Tigre, Astérix, Tintín, Aventuras ilustradas, TBO, Mortadelo y Filemón, etcétera) y mis años de adolescente que se pretendía moderno no se entienden sin la devoción por la revista Cairo y su figura principal, Ramón de España. Sin embargo, todo aquello fue abandonado y olvidado, como las coletas del primer amor. En los últimos años mi contacto con la viñeta ha sido escaso: la lectura de la magnífica Persépolis y algún regreso esporádico nostálgico a Tintín y los ejemplares de Cairo que aún guardo en una bolsa nepalí. Poco más. Hasta que el otro día cayó en mis manos un ejemplar de La casa, novela grafica de Paco Roca, cuya primera edición es de 2015, es decir, que estoy descubriendo un Mediterráneo que muchos ya tendrán más que navegado. Tanto que hace unos días se estrenó la versión cinematográfica en el Festival de Málaga.

La casa, magníficamente escrita y dibujada, es una obra sobre muchas cosas: la muerte del padre, la relación de los hermanos, las noches de verano, la ética de la antigua clase trabajadora española, los conflictos de la segunda residencia... Pero, sobre todo, este libro hondo y sencillo trata sobre lo importantes que pueden llegar a ser algunas casas en nuestras vidas, el valor emocional que puede adquirir un simple inmueble que se supone sin alma.

Lo curioso es que esas casas que se han amando, incluso después de perdidas para siempre, te siguen acompañando toda la vida. Puede que a veces en forma de lacerante nostalgia, pero también de beneficioso influjo, y uno siente la protección de sus muros, como si fuesen el fantasma benévolo de alguien querido, alguien a quien se invoca cuando arrecia el temporal.

Hay un sistema que funciona a veces contra el insomnio. Consiste en recorrer con la memoria una casa amada ya perdida. Entrar en el zaguán, abrir su puerta modernista, asomarse al patio donde las papas y los plátanos, subir por sus escaleras mientras se escucha el crujido de sus maderas, pasear por el salón y el comedor, detenerse en los cuadros y las fotos sepias enmarcadas en plata, mirar el puf de cuero rojo de la salita, el tocador y los grandes roperos de caoba del dormitorio principal, subir a los cuartos de la azotea, sentarte bajo el cañizo, entre el frescor de las helechas, y mirar las cumbres cercanas y el frontón neoclásico del Ayuntamiento. En esos momentos acude el sueño, traído delicadamente por esa vieja casa que ya solo vive en tu mente, con su decoración anticuada y sus voces difuminadas por la muerte.

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