La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Demasiados niñatos en la política
Adiario me saco a mí misma –soy mi propio animal de compañía– a caminar a ritmo bajaculos por una de las márgenes de la dársena. A igual marcha trepidante, van y vienen por el paseo más personas con (intuyo) firmes propósitos rutinarios para el nuevo curso. Hay lugares y momentos que se empeñan en ser una gran metáfora, y este lo es. Todos caminan, yo también camino, dijo el poeta en Manhattan. Mas a un lado y otro del sendero, a sus orillas, hay figuras ancladas, como arcanos de un extraño tarot, invisibles muchas veces, que me detengo a mirar en este artículo. Son –le siso el nombre a Pasolini– los chicos del arroyo. Se los presento, aunque alguno de ellos quizás les suene si pasean por esta misma orilla.
A la altura de la Barqueta, sentado en el poyete, un hombre azabache –su bici a la vera– saluda a cualquiera que pase. Levanta visiblemente la mano y dice “¡Hasta luego! ¡Adiós!”, y sonríe, eso es todo. Suficiente para seguir el camino con el ánimo un gramo más ligero. En la otra orilla, junto a los juncos, un Walt Whitman escuálido y abrigado hasta en los meses más tórridos lanza pan no sé si los patos o a las ratas. El caso es que ratas y patos comen por igual de su mano. Nunca le veo bien la cara. En la entrada del paseo, un viejo siempre me pregunta si he visto al loco que lleva en la bici unos bafles, y a la vuelta me lo vuelve a preguntar. “Un día más que me falla el loco de los bafles en la bici”, dice, y le da mucha risa. Una lechera de la poli acaba de trincar algo gordo. Una mujer se ha sentado a llorar. Un poquito más allá, en las escalinatas, una chavalería considerable se monta sus peleas de rimas, y a fe mía que son buenos los cabrones. No revelaré dónde están las casas sin casa de quienes no tienen casa. Me da un vuelco el corazón cada vez que veo a lo lejos la ambulancia.
Por el centro de la vía caminamos o corremos veloces los integrados –llamémonos provisionalmente así–: la que se ha gastado, porque yo lo valgo, lo más grande en las calzonas y el suje, el que le va contando al otro su desquiciante proceso de divorcio, el que se hace la caminata gritando a alguien por el móvil, quien se cruza contigo chocándose con fuerza contra tu hombro, el loco del bafle en la bici (¡existe!), cuerpos que compiten contra relojes más inteligentes que una misma, y demasiados pensamientos estresantes a lomos de sus reos. Basta un paseo por la dársena del río para cuestionar el concepto de normalidad y saber que aquí, quien más quien menos se arrastra con su trozo de miseria y de belleza. No está tan lejos el arroyo del camino y todas sus posibles viceversas. Una mirada desprejuiciada alrededor y a los demás pueden enseñarnos no pocas cosas de nosotros mismos.
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